mercredi 4 juin 2014

PIO XII

F,P,D Univers.Apuntes para una biografía de Pio XII (19)

Por Jesús Martí Ballester

EL CÓNCLAVE DE PIO XII

Mientras veintenas de capelos rojos se volvían en su dirección, ella marchó directamente al alojamiento de Pacelli, una sencilla celda -había una para cada cardenal- acondicionada provisionalmente en una de las dependencias del Palacio Papal.
Las apariencias le importaron poco por entonces. Pascualina tuvo que desempeñar lo que, a su juicio era “una función trascendental”. Como protectora de Pacelli no se cuidó lo más mínimo de su propia reputación. No le inquietó que los cardenales pudieran denigrarla entre ellos; lo importante fue que Pacelli la necesitaba.
-Siempre he pensado -dijo-, que ninguno de nosotros es tan fuerte como para vivir cada parte de su existencia sin alguien que le infunda valor en el momento preciso. Por entonces llegué a comprender que incluso un gran Papa tiene sus momentos humanos, sus horas de debilidad.
Pascualina era demasiado sagaz para no haber considerado las posibles secuelas de un potencial escándalo. Para ella no había duda de que el presentarse junto a Pacelli en semejantes circunstancias, era llevar el descaro y la temeridad hasta el límite. Pero, incluso después de sopesar todos esos riesgos, había decidido ir adelante con lo que podría haber sido una situación explosiva.
-Su Eminencia era un hombre doliente, y demasiado turbado momentáneamente para actuar con resolución -reflexionó ella-. Yo sentí que me cabía la responsabilidad de protegerle, y por ende, servir a la Santa Sede. Por aquellos días su Eminencia tenía sesenta y tres años y yo cuarenta y cinco. Ambos demasiado mayores para hacer el ridículo. Si el Sacro Colegio Cardenalicio careciese de entendimiento y compasión hasta el punto de interpretar torcidamente aquella situación, a mí me importarían bien poco sus conclusiones. En mi corazón había tan sólo una consideración suprema. Jesús sabía que yo obraba bien, eso era lo único que contaba.
El riesgo calculado de la monja, en su desafío a la tradición chovinista y antiquísima del cónclave, no fue tan grande como pudiera parecer.
Con Europa en el umbral de la Segunda Guerra Mundial, los príncipes de la Iglesia pensaron que el Vaticano necesitaba desesperadamente la habilidad y experiencia diplomática de Pacelli para gobernar la Santa Sede. Pascualina creyó sin dudarlo que aquellos cardenales de mentalidad mundana, tan dados a murmurar sobre las implicaciones de la relación hombre-mujer, no tolerarían, sin embargo, que los chismorreos se interpusieran en los intereses inalienables de la Iglesia. Asimismo estuvo convencida de que los prelados, aunque consternados por su presencia, no harían objeciones en el terreno oficial. Los hechos le dieron la razón.
Las disposiciones para pernoctar habían constituido siempre un serio problema en los cónclaves de Roma, y la elección papal de 1939 no fue una excepción. Tras la muerte de Pío XI se habían acondicionado a toda prisa apartamentos improvisados para cada uno de los sesenta y dos cardenales. Estos alojamientos, situados en tres plantas del Palacio Papal, eran extremadamente sencillos por su distribución y su parco mobiliario.
Cada apartamento constaba de tres habitaciones con dos o más literas, una mesa por habitación y algunas sillas. Un crucifijo colgaba de forma tan prominente en cada alojamiento que apenas se entraba en él la figura agonizante de Cristo captaba la atención antes que cualquier otra cosa,
Casi todos los cardenales estaban tan habituados a la vida suntuosa que les resultaba difícil conformarse con esa austera simplicidad. Como quiera que muchos pastores decepcionados hubieran asistido a otros cónclaves, la mayoría exteriorizaba su desdén denominando “celdas” a los humildes apartamentos.
El alojamiento de Pacelli, denominado celda N. º 13, no difería en nada de los demás. Numerosos cardenales iban de acá para allá con aire de absoluta frustración formulando quejas contra el aislamiento rutinario y las privaciones. Mientras tanto, Pascualina permanecía impertérrita limitándose a ordenar todo cuanto pudiera necesitar Pacelli. A ella le interesaba tan sólo que su especial sacerdote estuviera tan cómodo como fuese posible.
La monja esperaba sinceramente que los otros cardenales estuviesen tan bien servidos como Pacelli. Sus ayudantes eran varones, sacerdotes o laicos, todos ellos conocidos desde hacía mucho por su fiabilidad y disciplina. Al igual que ella, esos auxiliares se habían comprometido bajo juramento a guardar el secreto y no tenían derecho de voto.
Aquella primera tarde, mientras Pacelli continuaba con las pequeñas ceremonias de bienvenida, algunos de la jerarquía que habían llegado temprano, se fueron a dormir. Se disculparon diciendo que aprovecharían el tradicional hábito romano de echar una cabezada a media tarde. Otros rezaron. Algunos más hicieron la ronda para saludar a viejos amigos, o curiosearon para comprobar si se había dado mejor acomodo a tal o cual colega.

PASCUALINA SE MANTUVO QUIETA EN LA CELDA DE PACELLI.

Pocos minutos después del recuento surgió una fumata negra sobre la Sixtina. La impaciente multitud en la plaza de San Pedro se lamentó decepcionada al ver la señal tradicional del Cónclave. ¡Aún no había Papa!
(Las señales de humo, método primitivo empleado por la Santa Sede para anunciar los resultados de las elecciones papales, son casi tan antiguas como la Iglesia misma. Para hacer salir humo blanco se mezclaban las papeletas con virutas y cera; luego dos de los cardenales las queman en una pequeña estufa negra situada al fondo de la capilla. Se usaban virutas humedecidas para ennegrecer el humo. Pero realmente, todo esto ha cambiado considerablemente en el cónclave que ha elegido al Papa Francisco. Al disponer de dos estufas y de productos químicos para “matizar” el color del humo de las mismas).
La victoria para Pacelli llegó en la segunda vuelta. Pascualina esperó verle reaccionar como ella, es decir, estallando de júbilo. Pero en su lugar, el prelado adoptó una actitud sobrecogedora, casi increíble. Ante el estupor de la asamblea, Pacelli rechazó la elección. Desde los tiempos de Pedro había habido doscientos sesenta pontífices, pero los cardenales allí presentes recordaban tan sólo un caso similar, el de un hombre que renunciaba al honor de ser Papa tras su elección como cabeza de la Santa Iglesia Católica Romana. Así ocurrió durante el cónclave de 1922, cuando el cardenal Camillo Laurenti rechazó su elección, y de resultas, el cardenal Achille Ratti accedió al Papado como Pío XI.

PASCUALINA SE QUEDÓ PASMADA.

-Pido que se celebre otra votación -clamó Pacelli desde su sitial-. ¡Pido que cada Eminencia escudriñe su corazón y vote por alguien que no sea yo!
Sin decir más, Pacelli descendió y abandonó el recinto dejando a una asamblea de cardenales en pie, mudos y consternados.
La monja se sintió deshecha, temiendo más por su estado mental que por su acción temeraria.
El prelado pareció tan postrado que Pascualina se preparó para lo peor.
Corriendo desolada tras Pacelli lo encontró en la recoleta plaza de San Dámaso. Allí estaba ensimismado, con piernas temblorosas.
Pascualina consideró con simpatía la aflicción y el pavor que asediaban al nuevo Papa. Aunque ninguno de los dos hablara, pudo comprobar cuánto le atormentaban las dudas internas y la inseguridad. Desde hacía algún tiempo, Pacelli preveía la probabilidad de su elección como Santo Padre, pero era ahora cuando afrontaba realmente su aterrador dilema.
Le abrumaba por completo la perspectiva de las grandes potencias al borde de la guerra y la Santa Sede apresada entre ellas. Verdaderamente el pensar en las atroces decisiones que se requerirían de él como Santo Padre le estaba destrozando.
En su tribulación, Pacelli tropezó y cayó pesadamente sobre los escalones de mármol. El accidente fue tan súbito que la monja no pudo sujetarle a tiempo. Los guardias suizos estacionados a cierta distancia acudieron presurosos y le ayudaron a levantarse.
-¡Ayúdale, amado Jesús! -susurró implorante Pascualina, desde la planta baja de la Curia.
 "Ideas del hombre y más .......".

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