F,P,D Univers.Apuntes para una biografía de Pio XII (18)
Por Jesús Martí Ballester
EL CONFESOR DESAPRUEBA LA RELACIÓN DE PASCUALINA
Se ensimismó sobre todo porque su confesor, un monseñor viejo y gruñón, le había dicho que cometía un error.
-¡Sería escandaloso! -había rugido el anciano en el confesonario-. ¡Me importa poco que la idea sea del Santo Padre! Pío XI tiene setenta y cinco años. Debe estar volviéndose senil. Respecto al Secretario de Estado..., ¡ése debería avergonzarse! ¡Olvídese de la idea! –
Diciendo esto había cerrado la ventanilla que los separaba dejándola toda temblorosa en el confesonario.
Desde su llegada al Vaticano, Pascualina hablaba con su confesor dos veces por semana como mínimo. Él representaba su inestimable recurso para limpiar el alma de todo pecado, era el juez y el conducto para recibir la sagrada Eucaristía en la misa diaria. El abrir su mente y su corazón ante el sabio monseñor le daba más firmeza para discernir el mal y el bien, y reforzaba su adhesión a las enseñanzas de Cristo.
Pero cuando el sacerdote adoptó esa actitud intolerante, reprochándole incluso el haber pensado siquiera acercarse a Pacelli, la monja sufrió una crisis nerviosa y casi se desmoronó.
CRISIS NERVIOSA
Aquélla fue la decisión crucial de Pascualina. En las semanas subsiguientes, mientras escudriñaba el espejo de su alma esperando hallar la respuesta de Dios al dilema, Pacelli la apremió varias veces. Éste parecía demacrado y abatido con su agotador programa de veinticuatro horas diarias, y no podía comprender por qué se resistía ella a colaborar. Su brusquedad e impaciencia evidenciaban que ahora la necesitaba como nunca.
Según le decía él confidencialmente, la Secretaría de Estado con todas sus responsabilidades acarreaba una tensión mental continua. Tras la marcha de Spellman, todas las presiones y fuerzas parecían convergir en su persona. Él estaba utilizando mil pretextos para atraerla a su lado.
EMOCIONES DERROTISTAS
Nadie, ni siquiera Pascualina, pudo comprender las emociones derrotistas que embargaron a Pacelli ante la inmediata posibilidad de ser Papa. Para ella fue verdaderamente angustioso el contemplar cómo se desmoronaba en aquel momento culminante el representante de Cristo, el popular y venerado jefe de la Iglesia que sería con toda probabilidad el próximo Santo Padre para más de 1000.000 millones de católicos más o menos. Pues el prelado se comportó cual un actor tembloroso poco antes de representar su papel supremo.
-¡Miserere mei! -Pacelli lo repitió dramáticamente una y otra vez ante Pascualina, a quien había convocado de improviso en sus aposentos privados del Palacio Papal. Ella le había encontrado solo, el rostro desfigurado por la emoción mientras paseaba arriba y abajo retorciéndose las manos con aire patético-. ¡Ten piedad de mí!
Desde hacía algún tiempo se habían disipado casi todas las dudas en el exclusivo círculo interno del Papado sobre el acceso de Pacelli a la silla pontificia.
Durante los últimos años, Pío XI había dicho sin cesar a la jerarquía que Pacelli tenía atributos y méritos óptimos para sucederle como Santo Padre. El astuto y experimentado diplomático, cual manipulador de estadistas y naciones, destacaba sobre los demás candidatos al trono de San Pedro.
No obstante, aunque Pacelli tuviese la incomparable ventaja de ser Cardenal Secretario de Estado y por añadidura dominase como camarlengo el inminente cónclave para elegir nuevo Papa, su primer requisito -según lo entendía Pascualina- debería ser el de rehacerse cuanto antes. La decisión crítica para la elección oficial estaba todavía en manos del Sacro Colegio Cardenalicio.
PASCUALINA RECELOSA
Pascualina tenía buenas razones para mostrarse recelosa, pues sabía muy bien que si la jerarquía, -aun siendo unánimemente favorable a Pacelli- sospechara la menor vacilación y disgregación mental en el prelado, descartaría al instante su candidatura.
Los muchos años de experiencia habían enseñado a Pascualina que ni las expresiones de simpatía ni los halagos por su parte, paliarían la tremenda desesperación de Pacelli. Esa disposición aciaga necesitaba seguir su curso. Ahora bien, la monja, siempre dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad, no perdió el tiempo.
-Usted cavile todo lo que le plazca, Eminencia -dijo impaciente Pascualina, sin la menor muestra de compasión-. No se puede perder ni un minuto. Yo necesito preparar los aposentos papales para acoger su presencia.
Sabía que la tradición eclesial requería varios días de responsabilidades y detalles agotadores entre la defunción de un Papa y el nombramiento de un sucesor. La emoción paralizaba demasiado a Pacelli impidiéndole moverse solo, sin ella. Por fortuna Pascualina tenía suficiente dinamismo e inspiración para tomar las principales iniciativas y decisiones que ella, con su sabiduría y experiencia, consideraba esenciales.
LOS APOSENTOS PAPALES
Así, pues, sin la menor autorización de Pacelli ni de ningún otro miembro de la jerarquía, Pascualina invadió los aposentos del Papa difunto y eliminó personas y cosas. Actuó con tanta deliberación como lo haría casi veinte años después, cuando llegase otro régimen poco conciliador que la privaría de toda autoridad y la expulsaría del Palacio Papal.
Pascualina dio por sentado que Jesús no quería en el trono de Pedro a nadie más que a Pacelli, no obstante las imponentes flaquezas humanas del prelado. Esperó que su propia entereza y su creencia inconmovible en las enseñanzas de Cristo iluminaran y fortalecieran al futuro Papa.
Sean cuales fuesen las reservas de Pacelli, Pascualina les atribuyó una importancia secundaria. Lo verdaderamente trascendental para la monja fue la potente eficacia de su espíritu alentador influyendo sobre la incertidumbre e irresolución de él.
Aquella noche Pacelli no pudo dormir, y Pascualina le reanimó diciendo:
-Jesús está siempre con usted y jamás le abandonará.
A lo largo de la Historia y durante un conclave no ha habido jamás una mujer dentro del recinto vaticano, celosamente guardado. Desde los primeros días del cristianismo, el conclave era un lugar de gloria varonil donde sólo se permitía votar a los altos poderes de la Iglesia.
Por aquellas fechas la votación quedaba circunscrita exclusivamente a los cardenales.
ACOMPAÑARLE EN CÓNCLAVE
No obstante, Pascualina, conociendo el triste estado de Pacelli, desafió esa tradición vaticana y con un aplomo absoluto le dijo durante el desayuno, tras una noche de insomnio:
-Yo le acompañaré al Cónclave y permaneceré cerca de usted mientras dure la elección.
Pacelli -aun siendo camarlengo con plena autoridad para admitir como ayudantes a quienes él y los demás cardenales quisieran-, consideró horrorizado ese empeño temerario en violar el lugar sagrado.
-¡No! -replicó con tono autoritario.
La idea de que él, el Cardenal Secretario de Estado o cualquier otro prelado, asistiera acompañado de una mujer a una elección papal, ceremonia reservada estrictamente para los varones, le pareció inconcebible.
-¡Sí! Iré allí -insistió Pascualina con idéntica determinación-. Dígame si Jesucristo excluyó jamás a las mujeres de Su morada. Ya he visto lo que han hecho de usted, como buen sacerdote, ciertos métodos del Vaticano. Yo le suplico, Eminencia, que considere mi método para promover un cambio. -Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz fue más dulce-: Eminencia, he rogado la inspiración de Jesús para ayudarle a ser un Papa fuerte y bueno.
Por primera vez en sus veinticinco años de convivencia, el futuro Papa estrechó contra sí a la monja. La aferró cual un niño perdido abrazándose a su madre, buscó perdón y ánimo. En ese momento entrañable los ojos de ambos se llenaron de lágrimas.
-¡Dios mío! -susurró Pascualina-. ¡Ayúdanos, por favor!
EL CÓNCLAVE DE 1939
En la tarde del miércoles, 1 de marzo de 1939, diecinueve días después del fallecimiento de Pío XI, se inició el cónclave con la gran solemnidad ceremonial característica de Roma. Hacia el mediodía se incomunicó totalmente del mundo el área en torno a la plaza de San Pedro, incluyendo el Palacio Papal, la Capilla Sixtina y el Claustro de San Dámaso.
Casi todos los Príncipes del Sacro Colegio Cardenalicio estaban ya reunidos. Pacelli, como Chef de I'Eglise (jefe interino de la Iglesia), recibió entristecido a cada prelado en el marmóreo e impresionante Claustro de San Dámaso. Algunos acudieron solos, otros en grupo.
Por aquellas fechas, sesenta y dos cardenales componían el Sacro Colegio. Casi todos eran ancianos, la mayoría italianos, si bien había un número importante de los Estados Unidos y otras naciones donde predominaban las poblaciones católicas.
Pascualina, cargada con los medicamentos y otros objetos requeridos especialmente por Pacelli, llegó en plena confusión del acomodamiento. No se había acordado cuál debería ser el momento “justo” para la entrada de la monja. En cualquier caso, esa hora propicia tenía escasa importancia porque tarde o temprano toda la jerarquía se apercibiría de su presencia. Además, ella era una de esas personas que “prefieren pasar cuanto antes por los malos tragos”.
Cuando entró la monja, había numerosos prelados conferenciando en corros. Pascualina no había visto jamás unos hombres tan extrañados y estupefactos ante su Presencia.
-Percibí a mi alrededor una curiosidad tan extraña y tan poco deseable -comentó riéndose la monja muchos años después-, que por un instante deseé volver corriendo al Palacio y esconderme.
ESPECTACULAR ENTRADA
Aunque normalmente Pascualina fuera una religiosa de extremada discreción, su espectacular entrada fue un intento deliberado de hacer saber a todos lo cerca que ella estaba de Pacelli. Si se hubiese introducido sigilosamente, las mentes temerosas del escándalo habrían imaginado infinitas actividades extrañas. Ésta fue la conclusión de Pascualina. Los anticuados cardenales tendrán que aceptar la realidad, dijo para sí. La salud de Pacelli era precaria, su espíritu necesitaba enérgicos estímulos, su cuerpo requería sus cuidados. Cualesquiera que fuesen los pensamientos de la poderosa jerarquía, Pascualina tenía una preocupación, mucho mayor y más imperiosa: la necesidad que tenía de ella el Cardenal en aquel momento crucial.
Pascualina no permitió ni por un instante que se trasluciera su azoramiento. Con cabeza erguida y rostro pétreo se abrió paso entre los atónitos prelados. Miraba al frente, con la cara algo sonrojada. Mucho después diría con bastante guasa:
-Las monjas tienen una habilidad especial para evitar discretamente el contacto de ojos. "Ideas del hombre y más .......".
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