lundi 2 juin 2014

PIO XII

F,P,D Univers. Apuntes para una biografía de Pio XII (23)
Por Jesús Martí Ballester
LA DIOCÉSIS DE NUEVA YORK
http://betania.es/pioxii3.jpgDesde el día en que Pacelli fue elegido papa, Pascualina desencadenó tantos ataques y censuras dentro de la cocina palaciega como en los aposentos oficiales del Papado.
Apenas se posesionó Pacelli de la Santa Sede, la monja marchó a la cocina y tomó el mando de las sirvientas.
-¡Estos plátanos están podridos! -exclamó en tono áspero y gritón.
Con nariz altanera y rostro desfigurado por el disgusto, palpó la maltrecha fruta extendida sobre una repisa junto al fregadero. Las sirvientas, unas cuantas monjas decrépitas formando un grupo compacto, miraron horrorizadas a aquella figura arrogante, de negro, que había invadido sus dominios y marchaba enfurecida de acá para allá con ruidoso frotamiento de ropas.
-Pero, hermana Pascualina, a su Santidad Pío XI le gustó siempre que sus plátanos estuviesen melosos -observó apocadamente una de las afligidas monjas ladeando la cabeza para mirar a Pascualina.
Encorvada y encogida por la edad, con un ruego patético en su marchita faz, la hermana hizo todo lo posible para evitar un enfrentamiento.
-¡Me importa poco cómo le gustaban a Pío XI sus plátanos! -replicó Pascualina a punto de perder la paciencia-. ¡Pío XII es ahora el Papa, y no quiero que Su Santidad coma basura!
Mientras hablaba, escrutó el desorden reinante, particularmente en despensa y antecocina, y, a juzgar por su expresión, los presentes no dudaron de que sus dominios fueran regidos desde aquel instante con la rigurosidad propia de ella.
Pascualina comprendió que el Santo Padre conocía todo lo ocurrido aquella tarde en la plaza del mercado. Sin duda, el chófer habría hablado con alguien y este alguien habría corrido al Papa para contarle la historia. Pascualina se enfureció con Stoppa, el conductor, pero era demasiado astuta para dejar ver su enfado al Papa.
PROBLEMAS ACUCIANTES
El Santo Padre le dijo con tono afectuoso y comprensivo:
-Hermana, usted procedió bien esta tarde. Fue un bonito gesto, y además sabio desde todos los puntos de vista. Doy gracias a Dios Todopoderoso porque usted no ha sufrido el menor daño y la buena gente campesina de Roma tiene ahora una opinión más amable del nuevo Santo Padre. Pero, por si usted cree, como ellos, que la Santa Sede tiene fondos ilimitados para repartir…, quiero que vea con sus propios ojos que por todas partes, en la universalidad de la Santa Madre Iglesia, nuestras fortunas no son tan espléndidas.
Tal como Pascualina le pidiera, ilusionada, que le acompañara a la cocina, ahora Pío XII le propuso visitar en su compañía el sancta-santórum del Papado. Pero no fue una sorpresa agradable. Hablando muy agitado, Pacelli le reveló confidencialmente que su predecesor Pío XI se había guardado para sí muchos problemas acuciantes. Y ahora, repasando la correspondencia confidencial, el nuevo Papa había descubierto que la archidiócesis neoyorquina -lnferior solamente al Vaticano en materia de influencia y poder-, tenía una deuda de 28 millones de dólares o algo más. No menos alarmante era que el tesoro de la Iglesia en Nueva York -la diócesis más prestigiosa de América- empeoraba por momentos a un ritmo veloz. El nuevo Papa culpaba de ese déficit tan inquietante a un hombre, el cardenal Patrick Hayes, quien había sido durante dieciocho años arzobispo de Nueva York. Conocido mundialmente como el “Cardenal de la caridad" había sido un anciano prelado de gran espiritualidad y afabilidad, que jamás había tenido el valor de cerrar la puerta a quien le necesitase. Hayes había muerto seis meses antes, pero entretanto había dado a los necesitados el activo líquido de su diócesis, podría decirse que hasta el último dólar.
LA CRISIS EN NORTEAMÉRICA
Pacelli dijo a Pascualina:
-Según me refirió cierta vez el obispo Spellman, durante los años de la Depresión en los Estados, él había visto colas de gente ante la residencia del cardenal Hayes en Nueva York, esperando pasar adentro, donde el propio cardenal entregaba grandes sumas a cualquiera que le pidiese ayuda.
-Bueno, ¿acaso no es una función de la Santa Madre Iglesia el ayudar a los pobres e indigentes cuando lo necesiten? -inquirió Pascualina, y mediante su entonación quiso denotar que aprobaba las actuaciones del anciano cardenal.
-Nada más cierto -respondió el Santo Padre sinceramente-. Pero por aquellos días la archidiócesis neoyorquina sobrevivía a duras penas. Con su extremada generosidad, Su Eminencia Hayes había dejado exhaustas las arcas diocesanas hasta el punto de que la diócesis no podía pagar sus facturas. Y ahora están aquellos a quienes la Iglesia debe 28 millones de dólares. El robar a Pedro para pagar a Pablo no parece muy justo. El ser caritativo es cristiano, pero la prudencia tiene también sus límites.
Tras la muerte de Hayes, los católicos neoyorquinos pidieron clamorosamente a la Santa Sede que lo sustituyera por otro tan generoso como él; ellos vieron ese personaje en el obispo
Stephen J. Donahue, el amado auxiliar y protegido del cardenal difunto. Pero el predecesor de Pacelli era demasiado perspicaz para permitir que otro “primo” –según calificaban a Donahue, algunos miembros de la jerarquía- continuara la “política de financiación gratuita” practicada por Hayes. Pío Xl veía a Donahue -tal como a Hayes- cual un “Pastor de Cristo en el púlpito”, lo que era magnífico para la imagen de la Santa Sede, pero no para su libro mayor. Por añadidura, el anciano Papa tenía su propio favorito para el arzobispado de Nueva York: el obispo John T. McNicholas de Cincinnati, cuya generosidad con el Papado era muy superior a la de casi todos los eclesiásticos católicos. Pio Xl había elegido definitivamente a McNicholas, pero cuando los documentos oficiales estaban ya sobre la mesa para la firma, sufrió el ataque cardíaco y Pío XI murió.
ROOSEVELT Y MCNICHOLAS
La Prensa mundial había publicado fotografías y artículos sobre McNicholas proclamándole el candidato papal para gobernar la diócesis más influyente de América, pero ahora el nuevo Santo Padre tenía ciertos reparos.
-El obispo Spellman me ha dicho que el presidente Roosevelt no congenia con Su Eminencia McNicholas -prosiguió Pacelli adoptando un aire grave-Según Spellman, McNicholas ha irritado a Roosevelt por manifestarse públicamente contra el reclutamiento de jóvenes americanos para el servicio militar, el primero en tiempos de paz El obispo ha predicado también contra “la propaganda de paz” promovida por Roosevelt, porque piensa que eso podría hacer intervenir a América en la guerra; incluso aconseja a los católicos que formen una poderosa asociación de objetores de conciencia.
http://betania.es/pascualina2.jpgPascualina pensó que todo eso sonaba muy pacificador, pero no se atrevió a exponer sus duras opiniones al Santo Padre. Se preguntó si la Santa Madre lglesia debería estar aplacando siempre a esos políticos. ¡Primero había sido Mussolini! ¡Luego Hitler! ¡Y ahora Roosevelt! ¿Quién sería el próximo? ¡Todos los políticos eran iguales! ¡Muéstrales debilidad y te responderán con el terror!
-El obispo Spellman tiene un instinto fantástico -continuó Pío XII-. Usted recordará con cuánta habilidad manejó Su Eminencia todos los asuntos cuando estuvimos en los Estados Unidos hace tres años. Entonces fue muy encomiable su asesoramiento respecto a nuestras relaciones con los cardenales y obispos americanos, así como con la Prensa..., en unas circunstancias sumamente adversas. El obispo Spellman es el eclesiástico predilecto del presidente Roosevelt. Y eso es así, sencillamente, porque Su Eminencia tiene talento y tacto para apreciar las sutilezas requeridas en las conversaciones con personas como el Presidente. El obispo Spellman no olvida jamás, con mucha sabiduría, que la Santa Madre Iglesia requiere siempre buenos amigos en las altas esferas.-Al referirse a su Excelencia Spellman no debe llamarle “cardenal” porque es todavía arzobispo. El arzobispo rogó en silencio una respuesta negativa del Papa, pues eso no le haría perder sus buenas relaciones con el Presidente. Una tarde, hacia fines de mayo del año 1940 -casi nueve meses después de la gran conflagración mundial-, el cardenal Tisserant, aquel barbudo prelado francés de mentalidad cínica y cáustica lengua, desfiló ante la mesa de Pascualina, sin mirarla siquiera, y entrando majestuoso en el despacho vacío del Papa ocupó con la mayor frescura el sillón del Santo Padre. Pío XII estaba en sus aposentos privados después de haber cedido a regañadientes ante la insistente monja, que le apremiaba a tomarse un breve descanso tras sus dieciocho horas diarias de trabajo y preocupaciones sobre la guerra.
Indignada al ver cómo se pavoneaba Tisserant -para quien la política significaba todo-, Pascualina corrió tras él.
-¡Eminencia! -gritó-. ¡Abandone al instante el asiento del Santo Padre!
Los ojos de la monja relampaguearon de ira y los puños apretados temblaron, mientras su menuda figura se erguía desafiante ante el enorme prelado, que había encendido ya un colosal puro habano, y apoyaba los pies sobre la mesa del Papa.
-¡Y apague ahora mismo ese cigarro! -le exigió Pascualina mirándole como si se dispusiera a arrebatárselo de la boca.
(Continuará).

 "Ideas del hombre y más .......".

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