lundi 2 juin 2014

PIO XII

F,P,D Univers. Apuntes para una biografía de Pio XII (3)
Por Jesús Martí Ballester

LA HISTORIA DE PASCUALINA

EN LOS ALPES SUIZOS.
,
UGENIO PACELLI EN EL SANATORIO SUIZO

Pascualina, hija de Jorge y María Lehnert nació el 25 de agosto en 1894 en una pequeña granja de Ebersberg, Baviera, villa rural de apenas dos mil vecinos situada a 40 km de Munich, se la bautizó con el nombre de Josefine. Patrocinada por su párroco se le aceptó en la orden de las hermanas Educadoras de la Santa Cruz en Alttóting.
Josefine se mantuvo serena cuando hizo los últimos e imprescriptibles votos de pobreza, castidad y obediencia, cuando se puso el ropaje absolutamente negro de una monja profesa más un flamante crucifijo negro colgado sobre el pecho. Sin duda sintió una punzada en el corazón –el terrible nubarrón negro cerniéndose sobre ella durante la ceremonia-, al pensar en el abismo que la separaba de los seres mas queridos…, padres, hermanos y hermanas. Ninguno de ellos estuvo presente.
Dejando esto aparte, jamás se sintió tan en paz consigo misma y con el mundo como entonces. Es imposible describir la serenidad y el coraje que te invaden cuando estás en comunión constante con Dios Todopoderoso. Allí se me enseñaron los caminos para encontrar a Jesús como un compañero permanente. Cuando hice mis votos me entregué a Jesús para la eternidad, y El fue también mi Señor y Salvador para todos los tiempos.
Su indumentaria simbolizó el yugo de Cristo: un voluminoso hábito negro de lana hecho con dos anchas piezas de paño, que le caían desde los hombros hasta los pies. Una esclavina con pliegues, del mismo tejido, le alcanzaba hasta la cintura, donde llevaba un ancho cinturón de cuero con una gran hebilla metálica. Una impresionante toca negra, escrupulosamente almidonada, con un grueso forro blanco, le cubría la cabeza y le enmarcaba el rostro sobresaliendo hacia delante de tal modo que le impedía las miradas laterales. Sobre la frente y las cejas llevaba una cofia rígida que le aprisionaba también las sienes. La ancha tirilla blanca, tan almidonada como la cofia, le ocultaba el cuello y se asentaba sobre los hombros. En los primeros días, Josefine se sentía atada y extrañamente incómoda la cabeza, erguida majestuosamente con semejante armadura, mostraba cierta dignidad, pues se veía obligada a hacerla girar cuarenta y cinco grados para poder ver de costado. Con el hermoso negro y la reluciente cruz de Cristo pendiendo sobre el pecho, la enorgullecida y joven monja ofrecía un aspecto muy elegante en su hábito completo.
Durante la ceremonia, adoptó el nombre de Pascualina, femenino de Pascual y derivado de Pascua, la fiesta cristiana que conmemora la Resurrección de Cristo y simboliza una nueva vida.
Pocos días después se la destinó al sanatorio "Stella Maris” de Rorschach, en los Alpes suizos adonde acudían los clérigos católicos romanos para recuperarse de sus achaques. En 1917, cuando Pascualina no había cumplido todavía los veintitrés años, llegó a aquel sanatorio suizo un prelado bastante enfermo, un italiano frío y poco comunicativo llamado Eugenio Pacelli, Pacelli, un místico con penetrantes ojos negros y facciones descarnadas aunque impresionantes. Todas las monjas reverenciaban a Pacelli porque era una gran personalidad en los círculos más exclusivos del Vaticano y un amigo íntimo del Papa Pío XI. Este clérigo inspiraba tanto respeto en Roma que a los cuarenta y un años, era ya arzobispo, y aunque todavía no era secretario de Estado, sí tenía oficialmente a su cargo los Asuntos Exteriores del Vaticano. Durante los cuatro años siguientes, la vida de Pascualina pareció acelerarse, pues la llenaban los cuidados constantes a un sacerdote tras otro para ayudarles a recobrar la salud. Se levantaba cada mañana a las cinco, fines de semana incluidos, se la veía corriendo siempre por el sanatorio, tomando temperaturas y pulsos, llevando bandejas de comida .y. vaciando bolsas de agua. Y por si ello fuera insuficiente, muchos clérigos ancianos la hacían sentarse junto a su lecho para que les leyera un rato -o aún peor, en su opinión- les escribiera las cartas.
Jamás parecía tener un momento libre para sí desde que se levantaba hasta que caía rendida en la cama, bastante después de media noche. A veces se sentía exhausta, hasta el extremo de no poder lavarse la cara ni conciliar el sueño. No obstante su juventud, Pascualina resultó ser la monja más cualificada y fiable de la abadía para cuidar de aquel singular paciente. Ella percibió al instante que el nuevo objeto de sus cuidados, el famoso diplomático vaticano, no sólo tenía quebrantada la salud sino también el espíritu. Sabiendo que en su juventud había sufrido varias veces de tuberculosis y estado al borde la muerte durante algunos ataques graves, ella estaba dispuesta a reprenderle tan pronto como quebrantase cualquiera de sus reglas. Pocos días antes de que abandonara el sanatorio, sobrevino la primera explosión. Pascua Lina quedó atónita al encontrarle levantado en la cocina, junto al fogón, haciéndose una taza cappucino. -¡Eminencia!- exclamó con ojos relampagueantes.-¡Ya está usted con sus viejos hábitos cuando hace tan poco que ha dejado la cama! Con su menuda figura temblando de cólera le cogió la taza y vertió el café en el fregadero.
DESAFIARLE

Pacelli enrojeció de sorpresa e ira pues hasta entonces nadie había osado desafiarle así, considerando el gran poder eclesial que representaba. Pero Pascua Lina agitó el índice para reprobar la travesura y sonrió esperando disipar así la tensión. Pacelli se calmó enseguida; Una ancha sonrisa iluminó su rostro. Por fin, ambos rieron contentos, y ello acabó con l afición de Pacelli al café para una larga temporada.
Hacia el fin de semana Pacelli desapareció. Una mañana temprano, sin darle las gracias, sin decir adiós ni a ella ni a las demás monjas, salvo la madre superiora.
Sin embargo Pacelli no era el snob desagradecido que pudiera parecer a primera vista. Si ella hubiese sabido cuánto le había impresionado con sus solícitos cuidados con su consideración y ayuda infatigable, se habría quedado pasmada. Tres meses después Pascualina oyó su voz inconfundible al pasar ante el despacho de la madre superiora. No pudo verlo y tuvo buen cuidado de no dejarse ver ella misma.
-¿Tiene usted alguna hermana capacitada para administrar mi casa en la Nunciatura de Munich? –oyó cómo preguntaba Pacelli a la superiora.
-Podía cederle a la hermana Pascualina. Se la ha instruido como enfermera y maestra y es muy competente. Quizá quiera su excelencia hacerle una prueba.
-Si usted recomienda tan bien a la buena hermana yo estaré encantado- contestó el prelado.
Pacelli y la superiora hablaron de Pascualina como si él no la hubiera visto jamás.
Según se supo, hacia principios de aquella semana se había recibido en el sanatorio un mensaje del Papa autorizando el traslado de Pascualina a la residencia de Pacelli en Munich donde se instalaría y trabajaría como regidora de la casa.
Más tarde ella averiguó que Pacelli se había valido de su íntima amistad con Benedicto XV para favorecerla con ese privilegio tan especial. Al caer la noche, Pascualina hizo sus maletas y se puso en camino. Jamás se había sentido tan feliz.

LA CAPITAL BÁVARA

Múnich, capital bávara y el amor de Pascualina, una ciudad de obras maestras inestimables y con más museos que cualquier otro lugar del mundo, era una plaza asediada por los efectos devastadores de la guerra cuando llegó a la Nunciatura de Pacelli en diciembre de 1917. Munich esta devastada y con los jóvenes amenazados.
Es conocido el dicho: “Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Pío XII fue grande por muchos conceptos, aunque algunos ahora discuten su envergadura. Al menos no se le podrá negar haber sido el pontífice que mejor encarnó la idea de grandeza unida tradicionalmente al Papado. Pues bien, detrás de Eugenio Pacelli se escondía una mujer más bien diminuta, pero con un temple de acero y una voluntad a toda prueba: sor Pascualina Lehnert, monja de la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen
La Madre Pascua Lina fue llamada de manera irónica y maliciosa la Virgo potens por aquellos que soportaban mal su ascendiente sobre Pío XII y su posición de privilegio en los Palacios Apostólicos. En un mundo tradicionalmente cerrado y dominado por hombres, las mujeres desempeñaban tareas muy subalternas y, desde luego, no en el entorno inmediato del Papa. Por eso, ya Pío XI había debido enfrentarse a los monseñores vaticanos cuando se trajo consigo desde Milán a su fiel gobernanta lombarda, Teodolinda Banfi, para que le llevara los apartamentos papales. Pero la monja a la que Eugenio Pacelli otorgó toda su confianza fue mucho más que un ama de llaves: fue también secretaria y confidente, fue la organizadora y gobernadora indiscutible del entorno del Papa, sólo que, imbuida de un sentido sobrenatural de las cosas, nunca abusó de esta circunstancia ventajosa. Y ello en medio de un mundillo donde el carrierismo es una tentación cotidiana.
La historia de esta extraordinaria mujer comienza en Ebersberg, un pueblo de la Baja Baviera (la misma región donde vería la luz Benedicto XVI), donde nació el 25 de agosto de 1894. Era la séptima de los doce hijos de un matrimonio de campesinos fervientemente católicos. Desde pequeña dio muestras de su gran sentido de responsabilidad y de orden, así como de su dedicación al trabajo. Ayudaba como ninguna en las tareas domésticas. Con quince años marchó de la casa paterna para seguir una temprana vocación religiosa, ingresando en la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen, fundada en Suiza a mediados del siglo XIX y dedicada fundamentalmente a la enseñanza. Hecha la profesión religiosa con el nombre de sor Josefina, la joven monja fue destinada a la instrucción de niñas en colegios de la congregación. En uno de éstos se encontraba cuando en marzo de 1918 la mandó llamar la madre provincial de Alttöting (casa de la que dependía) para enviarla, junto a otra hermana, para ayudar en la organización material de la nunciatura de Munich por un período de dos meses. Sólo que, como escribió en sus memorias, la ayuda se prolongó indefinidamente.

MUTUA SIMPATÍA

Desde su primer encuentro surgió una mutua simpatía entre Pacelli y sor Pascalina. Ésta quedó impresionada por la elegancia natural y sin artificio del nuncio y adivinó la necesidad que tenía de un ambiente familiar e íntimo, en el que pudiera refugiarse una persona delicada como él. A su vez el prelado supo inmediatamente apreciar la laboriosidad, eficiencia y discreción de la monja y que podía contar con ella y otorgarle su confianza. Tanta depositó en ella que salió garante de su integridad cuando se suscitaron las primeras intrigas por parte de los otros empleados de la casa, que no llevaban bien el ritmo de trabajo impuesto por sor Pascalina, cuyo sentido de la disciplina y la energía con que la aplicaba la hacían parecer autoritaria. Aunque su fuerte carácter no contribuía a crearle simpatías, nadie pudo negar nunca su profunda fe y su lealtad a la Iglesia.
De los tiempos de Munich fue testigo de excepción de un dramático episodio del que fue protagonista Pacelli. Fue poco después del final de la Gran Guerra. La monarquía milenaria de los Wittelsbach había caído y había quedado instaurado un régimen socialdemócrata presidido por Kurt Eisner. Al ser asesinado éste en febrero de 1919, los comunistas se levantaron en armas y asaltaron el poder proclamando la efímera pero sangrienta República Soviética de Baviera. En medio de los desórdenes callejeros, volvió el nuncio a su residencia desde Suiza, donde había pasado un período de convalecencia. Cierto día los revolucionarios armados invadieron la nunciatura. Monseñor Pacelli salió y se enfrentó a los asaltantes, uno de los cuales llegó a apuntarle con su revólver en el pecho. Sólo el aplomo y la desarmante dignidad del prelado hicieron que aquéllos se retiraran sin causar más daño. A pesar de la campaña de desprestigio de la que fue objeto el nuncio por parte de las autoridades revolucionarias, no detuvo su acción benéfica a favor de los más necesitados, en la cual se había prodigado desde que puso pie en Alemania en 1917, fiel a la línea de Benedicto XV, que, no pudiendo detener l’inutile strage de la guerra, quería paliar sus efectos mediante el ejercicio de una intensiva y eficiente red de caridad.
En 1920 fue nombrado nuncio ante la República de Weimar, reteniendo la nunciatura de Múnich. No marchó a Berlín hasta 1925, siendo precedido por sor Pascualina, a la que había enviado a la capital alemana para buscar una sede adecuada para la nueva representación pontificia y organizarla, lo cual hizo ella a satisfacción, escogiendo una bella residencia al lado del Tiergarten y dirigiendo los trabajos de restauración y adaptación. Gracias a la gran personalidad de Pacelli y a la sabia administración de su gobernanta, la nunciatura berlinesa se convirtió en el corazón de la vida católica en una ciudad de rigurosa tradición protestante. Sus salones fueron escenario de las más brillantes recepciones y su capilla el de bautizos, comuniones y hasta conversiones. El nuncio, decano del cuerpo diplomático y dotado de un extraordinario don de gentes, fue conocido y querido no sólo por los propios, sino también por los extraños. Por eso, cuando en 1929 fue llamado por Pío XI a Roma para recibir el rojo capelo, la despedida, en la estación ferroviaria de Berlín, fue apoteósica y muy emotiva.
EUGENIO PACELLI EN LA NUNCIATURA DE MUNICH.
Una vez, al pasar por delante de los aposentos privados de Pacelli, Pascualina no pudo soportar por más tiempo sus gritos y, entrando precipitadamente le sacudió hasta hacerle despertar de su terrible sueño. El, sobresaltado por su presencia allí, se azoró. Aunque pareciera aliviarle el retorno a la realidad, no le dijo nada ni hizo el menor esfuerzo por expresar gratitud, sino que más bien debió entrever con sus gestos de irritación que deseaba verla marcharse al instante. Ninguno de los dos habló, y ella se retiró presurosa. Durante los meses siguientes las cosas fueron cada vez peor en el frente propio. Pese a su economía desfalleciente, Alemania siguió librando batallas desesperadas contra una superioridad abrumadora. Los aliados, buscando el fin rápido de la guerra, impusieron un bloqueo despiadado impidiendo el paso de alimentos y medicamentos. La inanición y la muerte hicieron acto de presencia en cada portal de Munich, y quienes quedaron vivos perdieron la esperanza y el vigor. Mientras tanto, Pacelli multiplicaba sus ausencias para suplicar al Vaticano, la Cruz Roja y la neutral Suiza que aceleraran sus campañas de beneficencia y aportaran más alimentos y remedios médicos. El condenaba el bloqueo aliado calificándolo de genocidio, clamando que se pretendía borrar del mapa a las poblaciones civiles de Baviera y Renania, que cada semana mujeres, niños y personas ancianas se desplomaban por millares en las calles y morían de hambre. A decir verdad, Pascualina era el único apoyo auténtico de Pacelli en su campaña aparentemente estéril.

PASCUALINA DA DE COMER A LA GENTE

Mientras el prelado argüía con las autoridades de Roma y Ginebra, la monja actuaba por su cuenta alimentando y cuidando a los desdichados que se aglomeraban suplicantes ante las dependencias posteriores de la Nunciatura. Les entregaba paquetes y más paquetes conteniendo alimentos y otros artículos de primera necesidad, y lo hacía sin pausa aunque los brazos le dolieran insoportablemente y el agotamiento pareciera quebrarle la espalda. Pero no perdía la sonrisa, intentando infundir esperanza y ánimo a cada uno de la interminable corriente de gentes que acudían allí por haber perdido ya toda su confianza y fe en Dios.
-¡Jesús no os abandonará! -insistía ella, suplicándoles que rezaran por la intercesión del Señor.

A PASCUALINA LE INQUIETABA SOBRE TODO PACELLI

No obstante su profunda preocupación por los famélicos, a Pascualina le inquietaba sobre todo Pacelli. Éste no había tenido nunca tan mal aspecto. Ella le pedía insistentemente que se tomara unos pocos días de descanso absoluto, pero él no quería oír hablar de ello y la acusaba de intentar mimarle hasta la muerte. Ella mantenía su cantinela sin prestar atención a las protestas, y por fin conseguiría ablandarle. Cuando Pacelli cedió malhumorado ante la imposibilidad de encontrar otra salida, Pascualina le ordenó guardar cama durante tres días y le sirvió exclusivamente platos muy nutritivos que ella misma cocinó.
Sabiendo cuán melindroso era, estuvo presente durante sus comidas y no se movió de allí hasta verle tragar el último bocado. Pacelli se quejaba sin cesar, pero la monja sabía que en lo más hondo de su obstinadamente agradecía todo cuanto se hacía por él para mantenerle vivo. Durante el otoño de l9l8 Guillermo II, emperador de Alemania, buscó la salvación en Holanda, y por fin el l1 de noviembre los cañones enmudecieron. Mas, para Alemania, lo peor quedaba todavía por llegar, particularmente en Múnich, donde Pascualina y Pacelli seguían teniendo su residencia. Millones de soldados alemanes, todavía con fusiles y munición, hacían penosamente el camino de vuelta a casa, aguantando lluvias torrenciales, amargados por la traición del Kaiser y por la propia derrota en los campos de batalla. Cuando el frío se intensificó, las privaciones y la miseria se hicieron más ostensibles, magnificadas por la economía caótica y la negativa aliada a atemperar el bloqueo contra la feneciente nación. Aquel escenario de amargura y desesperanza era perfecto para la revolución.

LECTORA DE LA PRENSA DESDE SU LLEGADA A LA NUNCIATURA

Siguiendo el ejemplo de Pacelli, Pascualina se había hecho una avispada lectora de la Prensa desde su llegada a la Nunciatura de Munich, y, como todos los despavoridos bávaros, observaba con mirada inquieta el fenómeno llamado Freikorps, (Cuerpos de voluntarios) bandas de jóvenes idealistas militantes que se proponían asaltar el poder en pos de las autoridades claudicantes de Alemania. Casi todos ellos pertenecían a una clase media antaño acomodada. Se habían unido como una consecuencia del movimiento de 1914 y ahora dejaban oír sus voces en Munich y por toda Baviera. Despreciaban la sociedad burguesa liberal, de cuyas filas procedían, y se habían fijado como objetivo el establecimiento de una cultura juvenil para luchar contra la trinidad burguesa escuela-hogar iglesia.
- La guerra los había aglutinado aún más; el matar y hacerse matar.
En los campos de batalla y las trincheras durante cuatro años había forjado una hermandad despiadada de odio y violencia. Regresaban desde la primera línea al caos, el hambre y el desempleo, y se sentían agonizar de vergüenza con la derrota total de Alemania. Sin embargo, esos alemanes se aferraban como a la rectitud de sus propias creencias: el Freikorps anhelaba entrar en acción.
Pero aún fue mayor su frustración cuando un periodista berlinés llamado Kurt Eisner, presunto libertador revolucionario, alcanzó el poder después de derrocar a la dinastía wittelsbach con sus setecientos años de antigüedad. Aunque Eisner constituyera la primera República parlamentaria de la historia bávara, representó una amarga decepción para los jóvenes militantes antisemitas del creciente Freikorps. En su opinión, Eisner -quien tomó el poder el 8 de noviembre de l918, tres días antes del Armisticio- no era un socialista, como él alegaba, sino un ambicioso judío cuya forma radical de democracia no tenía nada que ofrecer a sus propias ambiciones.
Transcurridos cuatro meses desde su instauración, el Régimen revolucionario de Eisner fue derrotado en los comicios, y él mismo asesinado el 2l de febrero de 1919.
Mientras tanto los bolcheviques habían eliminado a la Rusia zarista y estaban explotando la miseria de Europa para comunistizar a todo el mundo. Hacia fines de febrero de 1919 Munich fue un mar de mortandad cuando las turbas comunistas, con banderas rojas ondeando al viento, asaltaron la ciudad; tras seis semanas de cruentos combates callejeros, los rojos dominaron la situación y proclamaron la nueva República Soviética Comunista de Baviera.
Los diplomáticos de Munich abandonaron sin dilación sus puestos, casi todos buscando la seguridad relativa de Berlín, otros regresando a sus respectivos países. Todos menos Pacelli, quien no estaba de humor para concesiones. El prelado ordenó la marcha del personal, pero Pascualina se negó, así como el secretario, el ayuda de cámara y el chófer de Pacelli.
Pese a las amenazas comunistas contra su vida, pese a las súplicas apremiantes de Pascualina, Pacelli siguió cumpliendo su misión misericordiosa entre los desesperados y los afligidos. Recorrió toda la ciudad, con frecuencia a pie, un pectoral sobre la capa, supervisando la distribución de paquetes entre los necesitados. Los rojos temieron la presencia de Pacelli, para ellos un símbolo de oposición desafiadora al comunismo ateo. Les intranquilizó sobre todo su creciente popularidad entre los agradecidos habitantes de Munich. Para contrarrestar la labor de Pacelli, los bolcheviques desencadenaron una campaña de odio contra é1, en abril de 1919, y se exacerbaron hasta el extremo de ordenar a una horda de terroristas armados que asaltaran la Nunciatura.
Pascualina estaba sola en la planta baja del recinto sagrado, cuando el populacho, sediento de sangre, atacó él edificio con fuego de fusil. Las ventanas de la Nunciatura se hicieron añicos bajo la granizada de balas. El reverendo Robert Leiber S. J. -un jesuita alemán, profesor e historiador- siguió siendo secretario de Pacelli, y más tarde redactor de discursos hasta la muerte de Pío XII en 1958.

PACELLI SE ENFRENTA A LOS ASALTANTES EN LA NUNCIATURA

La monja se puso a cubierto instintivamente. Pero cuando Pacelli bajó raudo las escaleras para enfrentarse con los feroces asaltantes que aporreaban el portal y saltaban por las ventanas, ella corrió a su lado. Desdeñando los cuchillos de carnicero y las automáticas “Lugar” apuntadas contra ellos, el prelado y la monja se mantuvieron firmes.
-¡Salgan de aquí al instante! -ordenó Pacelli con voz tranquila.
Permaneció plantado allí, alto y desafiador, magra figura en negro, un cíngulo violáceo alrededor de la cintura, una Cruz de Cristo colgándole del cuello-. Esta casa no pertenece al Gobierno bávaro sino a la Santa Sede. Y es inviolable según las leyes internacionales.
La ingobernable chusma rugió, fue un coro de risotadas burlonas y amargas.
-¿Qué nos importa a nosotros la Santa Sede? -vociferó su jefe-
Nos marcharemos cuando nos haya enseñado su almacén secreto de dinero y víveres.
-No tengo dinero ni alimentos -replicó Pacelli-. Pues, como usted sabe, los he repartido ya entre los pobres de la ciudad.
-¡Eso es mentira!- gritó el comunista.
-¡Es verdad!- saltó desafiadora Pascualina.
El cabecilla lanzó una mirada fulminante a la monja; acto seguido enarboló su pesada automática y la descargó sobre el pecho del prelado abollando su cruz pectoral.
Pacelli se llevó instintivamente la mano al pecho, su mirada expresó piedad y pesadumbre. Pero permaneció erguido, retador.

¡FUERA!

Escandalizada y furiosa, Pascualina gritó: -¡Fuera!- Procuró hacer evidente su inmenso desprecio aunque sin perder el dominio sobre sí misma-. ¡Fuera inmediatamente! ¡Todos ustedes!
Se hizo un silencio inquietante. Por fin, tras un largo momento de vacilación, el jefe hizo un extraño gesto de amargura y vergüenza.
-¡Vámonos! -dijo a su gente.
La banda de terroristas dio media vuelta y con aire cansino empezó a desfilar por la puerta. Cuando hubieron desaparecido, Pascualina sintió por primera vez sobre su hombro el brazo de Pacelli.
El Gobierno bolchevique, llamado Soviet Central de Munich, irritado por la actitud desafiadora de Pacelli ante las turbas, acrecentó despiadadamente su presión para expulsar al prelado y cerrar la Nunciatura. Se intensificó la propaganda anticlerical, y las amenazas de violencia contra Pacelli y Pascualina fueron cada vez más terroríficas.
Pocos días después un tropel furibundo se desató nuevamente contra Pacelli y Pascualina. Regresaban ambos a casa en un coche descapotable después de haber distribuido víveres y medicamentos en un centro para niños hambrientos. Súbitamente una multitud salvaje arremetió contra ellos profiriendo amenazas y blasfemias con la intención de volcar su vehículo.
Pacelli ordenó al chófer que detuviera el automóvil y bajara la capota.
-Nein! Nein! -gritó el horrorizado conductor.
-¡Haz como te digo! -insistió el prelado-. ¡Bájala!
Pascualina se santiguó y rogó la ayuda de Jesús. Sin la menor señal de temor, Pacelli se levantó en el coche descubierto; su amplio manto purpúreo fue un blanco perfecto para aquella chusma armada hasta los dientes. Entonces alzó la Cruz de Cristo sobre su cabeza para que la vieran todos -un gesto inspirador- y dio su bendición a la multitud:
-En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Aquellas gentes enmudecieron. El prelado habló con voz clara, sonora.
-Mi misión es pacífica -dijo-. Nuestra única arma es esta Santa Cruz. No queremos dañaros sino sólo daros cosas buenas. Siendo así ¿porqué hacernos daño?.
Permaneció silencioso e inmóvil sobre ellos, mirando intensamente en los ojos a quienes osaban sostener su mirada. Lentamente la multitud retrocedió para abrir paso al coche. El prelado tomó asiento y el vehículo reanudó la marcha. Pascualina unió su voz a la de él en silenciosa plegaria hasta que la muchedumbre se perdió de vista.
Pocos días después del ataque comunista contra Pacelli y Pascualina, estalló una sangrienta revolución. El Freikorps y sus aliados invadieron salvajemente las calles de Munich armados con los fusiles, bayonetas y munición llevados a casa tras la guerra, y eliminaron a todo sospechoso de comunismo. El 3 de mayo aquel efímero Gobierno rojo quedó destruido y sus seguidores muertos, expulsados de Baviera o amparados por la clandestinidad, y las calles de Munich bajo el dominio de los rebeldes antisemitas.
Se formó inmediatamente con la ayuda del Freikorps un gobierno interino de carácter socialdemócrata, y se llamó para presidirlo al general Erich Ludendorff, jefe del Alto Estado Mayor alemán durante la guerra. Entre los primeros actos oficiales de Ludendorff, figuró el de presentarse a Pacelli sin anunciar su visita y exigir la ayuda del prelado para desenmascarar a todos los rojos ocultos. Pacelli rehusó hacerlo, no obstante los momentos de terror que sufrieran él y Pascualina bajo los comunistas. Le dijo al general que creía en una neutralidad estricta de la Iglesia respecto a los asuntos políticos.
Ludendorff se enfureció.
-¡Esto no es un comportamiento cristiano sino una cochina treta!
Y con esta réplica airada salió de estampía.
Mientras tanto un hombre ambicioso y visionario había estado acechando entre bastidores, durante toda la epidemia revolucionaria, evaluando astutamente el propósito y la potencia del naciente movimiento nacionalista. Al firmarse el Tratado de Versalles, el 28 de junio de 1919, la humillación de Alemania fue total: los Aliados la obligaban a declararse única responsable de la guerra; se arrebataba al Reich grandes porciones de territorio nacional y las colonias; por otra parte, la potencia naval y militar alemana quedaba reducida prácticamente a cero.
Considerando el infortunio de Baviera y toda Alemania, la entrega de un pueblo abatido política y económicamente, Hitler vio en el Freikorps y otras asociaciones bávaras unos instrumentos útiles para promover su propia causa.
Ludendorff -quien respaldara a Adolf Hitler en su alzamiento frustrado de Munich el 8 de noviembre de 1923- se retractaría más tarde, concretamente cuando Pacelli intervino en su defensa ante un tribunal aliado, salvando así al general de un juicio por presuntos crímenes de guerra.
Incluso quienes aducían principios morales y espirituales para oponerse a la violencia o la guerra y no estaban implicados en ningún movimiento político, parecieron prestos a acoger cualquier consigna que les prometiera un renacimiento nacional. Hitler, agarrándose a donde podía, calculó que ésas serían las víctimas más propicias.
Fué allí, en Munich, en el año 1919, donde nació el nacionalismo hitleriano resultante del empobrecimiento y la inquietud. Allí se fraguó el destino de Baviera como nido y campo de cultivo para el Führer y su creciente legión de descontentos.
Y así, en ese estado de fermentación y desespero cuyos, efectos erosivos se manifestaban sobre todo en Munich, Hitler acudió una noche a la santa residencia del arzobispo Eugenio Pacelli. A esas horas todo el personal dormía excepto Pascualina. La monja le condujo al salón en espera del arzobispo. No había visto nunca a Hitler ni oído hablar de él. Ese era también el caso de Pacelli. El visitante mostró una carta de presentación del general Ludendorff donde se le encomiaba por diversos actos de bravura cuando servía como cabo primero bajo las órdenes de Ludendorff.
Habrían de transcurrir varios años para que Pascualina empezara a percibir y comprender una cierta candidez en el carácter del prelado, un rasgo peculiar tan difícil de combatir como la miopía, ocasional pero exasperante, de esta personalidad eclesiástica extremadamente porfiada que se sentaba a conversar con un revolucionario.
Hitler dijo a Pacelli que se proponía atajar la difusión del comunismo ateo en Munich y cualquier otra parte. Por la puerta entreabierta Pascualina oyó decir al prelado:
-Munich ha sido buena para mí, lo mismo que el resto de Alemania. Ruego a Dios Todopoderoso que este país siga siendo una tierra santa en manos de nuestro Señor y libre del comunismo.
Como sabía muy bien Pascualina, Pacelli sentía un santo temor del comunismo ateo que había declarado abiertamente su propósito de aniquilar el Catolicismo. Con tal motivo y pese a la neutralidad histórica proclamada por la Iglesia, el prelado se había propuesto como objetivo la destrucción completa de “esa amenaza nueva e insidiosa contra la libertad universal y el amor fraterno”.
Por consiguiente, considerando cuánto aborrecía Pacelli a los rojos, no le extrañó que el prelado diera a Hitler una buena suma de dinero eclesial para que el incipiente revolucionario y su cuadrilla anticomunista prosiguieran la lucha.

PACELLI DA DINERO A HITLER

-¡Vaya y reprima la obra del Diablo! -dijo Pacelli a Hitler-. ¡Promueva la difusión del amor a Dios Todopoderoso!
Pascualina oyó que el joven contestaba:
-¡Por el amor a Dios Todopoderoso!
(continuará)
   "Ideas del hombre y más .......".

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