lundi 2 juin 2014

PIO XII

F,P,D Apuntes para una biografía de Pio XII (11)

Por Jesús Martí Ballester

PACELLI CONTENTO CON AFANAR UN CIELO EN LA TIERRA. PERO PIO XI SE MANTUVO DISTANTE

A decir verdad el Cardenal Pacelli estaba muy atareado construyendo un cielo en la tierra para el papado y para sí mismo, un mundo de encanto y emoción totalmente ajeno a cualquier cosa que Pascualina o él hubieran podido imaginar jamás. Pacelli había tenido la idea de que Italia devolviese Castel Gandolfo al Vaticano como parte del Tratado de Letrán”. Mussolini admitió la propuesta para patentizar una vez más su buena fe fascista. Desde 1623 el codiciado paraíso de vacaciones en las afueras de Roma había sido un refugio para los Papas cuando escapaban del opresivo calor canicular de la Ciudad Eterna. El año 1870 el Gobierno del rey Víctor Manuel lo confiscó junto con otros territorios papales y lo mantuvo bajo custodia desde entonces.
Cuando Pacelli acababa de ocupar su cargo sentándose a la derecha del Papa, el Gobierno italiano devolvió al Vaticano aquella espectacular extensión de terreno. El recinto papal de verano incluía un lujoso palacio con capilla y unas cuantas villas elegantes construidas en unas cuarenta espléndidas hectáreas cerca de Castel Gandolfo, una aldea diminuta y romántica sobre las famosas colinas Albanas, dominando el hermoso lago Albano, que da su nombre a las colinas.

PIO XI NO LO QUIERE AGRADECER NI AL REY NI A MUSSOLINI

Pacelli celebró gozoso la cooperación fascista, pero Pío XI se mantuvo distante, sin querer dar las gracias a Mussolini ni al Rey. El Papa opinó que Italia debiera de haber devuelto mucho antes Castel Gandolfo; Pacelli tuvo un criterio opuesto. Pues, a diferencia del Pontífice, el Secretario de Estado era demasiado oportunista para elucubrar sobre el pasado. Tampoco quiso herir sensibilidades; Pacelli había encantado a Mussolini a diferencia del Papa que menospreció ostensiblemente al Dictador.
Con sus memorables éxitos en la Nunciatura de Berlín todavía palpitantes, el nuevo Secretario de Estado vislumbró horizontes aún más vastos para el Papado y para sí en Castel Gandolfo. Vio la residencia papal de verano como un lugar de oración y de encuentros, una meca para lo mejor de los dos mundos: el eclesial y el temporal. Con el Papa presente honrando y bendiciendo las escenas vespertinas, los influyentes y opulentos del mundo entero estarían allí a petición de Pacelli brindando por sus sueños diplomáticos y satisfaciendo sus necesidades temporales. Se le nota en exceso el origen principesco a Pacelli.

ANEXIÓN DE CASTEL GANDOLFO

Por fin, el primer ministro Mussolini formalizó la anexión al Vaticano de la villa pontificia de Castel Gandolfo, como se llamó oficialmente a toda aquella zona. El gobernante se arrodilló a los pies del Cardenal Secretario Pacelli y besó el anillo pastoral ante la vista del mundo.
Pacelli no se demoró en presentar su primer proyecto importante como Secretario de Estado. Convenció al Papado sobre la necesidad de hacer renovaciones revolucionarias en Castel Gandolfo. Sólo el paisaje costó millones, pero el resultado fue pasmoso. El clásico mundo rústico soñado por el Prelado, con colinas cultivadas y huertos, salpicados de acebos de flores blancas y cipreses, laureles, olivos y viñas: con praderas bien cuidadas extendiéndose hasta el horizonte, requirió cuatro años de artístico y meticuloso trabajo. Finalmente -como lo hizo constar la revista Architectural Digest-, Castel Gandolfo sería reconocido como “una de las reconstrucciones más sobresalientes de este siglo”.
Por aquel entonces alboreaban los días dorados del Catolicismo. Eugenio Pacelli, un Prelado clarividente y emprendedor por demás, estaba preparando ya, diligentemente el destino de la Iglesia; un futuro de enorme poder universal y riqueza que algún día asombraría a la imaginación más despierta. En menos de cuatro décadas la Santa Sede tendría un activo cuyo valor aproximado sería superior a las reservas de oro de Gran Bretaña y Francia.
En 1930, Pascualina había perdido tanto el contacto con la vida de Pacelli que no conocía ni por asomo la gran amenaza que se cernía sobre su paz de espíritu y su futuro... un peligro mayor que el Vaticano con todos sus prejuicios y los esplendores de Castel Gandolfo. En la distante Roma le disputaba las atenciones al Secretario de Estado del Vaticano, Francis J. Spellman, un sacerdote emprendedor e inteligente de los Estados Unidos, quien, fascinado por la estrella ascendente de Pacelli, se había adherido inmediatamente al Prelado.

FRANCIS J. SPELLMAN

Francis Joseph Spellman, primer clérigo americano asignado a la sólida curia italiana, la burocracia vaticana, estaba en la Ciudad Eterna desde hacía cinco años, habiendo llegado en 1925 con tres puntos negativos contra é1. Desde el principio, Spellman había observado en los clérigos nativos de Roma una ostensible frialdad hacia todos los que no fueran de su clase, y, especialmente, hostilidad, cuando algún sacerdote forastero invadía su exclusivo mundo. Esos prejuicios eran aún más intensos en el caso de Spellman, máxime cuando éste había sido relegado al más humilde rango burocrático, literalmente director del departamento de prensa y relaciones públicas del Vaticano. Lo peor de todo, a su entender, era la manifiesta sociabilidad del sacerdote americano; y el hecho de que éste la utilizara sin miramientos y con notable éxito, les hacía vibrar de ira.
A Spellman le tenía sin cuidado todo esto, pues sus años de hábil patrocinio dedicados al círculo interno del Papado le habían valido las oraciones y bendiciones de quienes le importaban. El “mecenas de Boston” (término despreciativo empleado por los envidiosos clérigos de la Curia para designar al rechoncho sacerdote) había captado la mente del Papa Pío XI y el corazón del Cardenal Secretario de Estado Pacelli. Spellman era ya un veterano en lo referente al manejo del alto mando papal. Se había ganado amigos y favores con sus soberbios obsequios, por ejemplo la suntuosa limusina hecha por encargo para Pío Xl, que el agudo ingenio de Spellman había conseguido a título gratuito de los contactos estadounidenses.
Para convencer a Pacelli de que debería viajar también esplendorosamente, Spellman se jactaba de la facilidad y gracia con que había obtenido esas limusinas para el Papa y el predecesor de Pacelli, Cardenal secretario de Estado Gasparri.
-Yo sugerí al señor Brady que regalara una limusina “Chrysler-82” al cardenal Gasparri, y él dijo: “¡cómo no!”.
Así que los dos, el señor Brady y el Cardenal quedaron encantados. Pero Pacelli no se sentía todavía seguro en su nuevo puesto ni quería ser partícipe de nada que pudiera agitar el temperamento del Papa, pues era imposible sondear las muy diversas complejidades del carácter del Papa Pío Xl. Si se le tocara equivocadamente un nervio, podría pasar en un instante del humor campechano a la explosión excesiva. La posibilidad de que el anciano se irritase ante el espectáculo de su nuevo Secretario viajando con idéntico esplendor, no tenía cabida en los métodos empleados por Pacelli para afirmarse.
-Más adelante.
Esta había sido su lacónica respuesta a Spellman. De momento, Pacelli tenía para Spellman otros proyectos más importantes.
Como era bien sabido por aquellos días, ningún Secretario de Estado del Vaticano había abandonado el recinto papal desde hacía más de medio siglo, y sin embargo, Pacelli se proponía romper esa tradición por razones personales. El verano estaba ya a la vista, una estación en que él se había tomado vacaciones año tras año para ir con Pascualina a los Alpes suizos. Y este año, cuando la monja se sentía tan olvidada, Pacelli no pensaba ni mucho menos romper esa tradición que había significado tanto para ambos. Para atajar cualquier gesto de extrañeza, se llevaría consigo, como escolta, a Spellman.
Apenas recibida esa buena nueva de Pacelli, Spellman escribía a su casa: “Es maravilloso ser compañero de viaje del Cardenal Secretario de Estado, una persona que, según cree mucha gente, será el próximo Papa.”
La reunión de Pascualina y Pacelli, fue para ésta un hecho sorprendente más que regocijante. Aunque el capelo rojo y el ondulante ropaje carmesí dieran un aspecto regio al prelado, éste pareció más rígido e inaccesible que nunca. Y aún le descompuso más la figura de Spellman, siempre al lado de Pacelli, mirando constantemente con adoración al Cardenal, sin perder ni un instante su expresión sonriente y recatada.
Se reunieron en el sanatorio “Stella Maris" de los Alpes suizos, regido por la Orden religiosa de las Hermanas de la Santa Cruz, donde Pascualina y Pacelli se conocieran trece años antes.Univers. "Ideas del hombre y más .......".

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