lundi 2 juin 2014

Pio XII

F,P,D Univers.  PIO XII  seccion 13

NOTA DEL EDITOR.- Jesús Martí Ballester fue el primer cura que se acercó a Betania en sus primeros meses de vida y dijo que apreciaba en ella la cercanía del Espíritu Santo. Fue, asimismo, el primer autor de homilías. Y, finalmente, se especializó en Reportajes. Cuando comenzó a escribir en Betania –ya hace 16 años—era un escritor religioso de éxito. Entre otras cosas, había tenido la sana ocurrencia de “traducir” al castellano contemporáneo y asequible los textos de los grandes místicos contemporáneos y, especialmente, de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz. Pero esas adaptaciones al lenguaje moderno eran además auténticas ediciones críticas pues sus notas a pie de página añadían a su trabajo la fuerza del erudito. Ciertamente, algunas de sus libros y entre ellos su monumental obra sobre el beato Juan Pablo II tuvo su publicación previa en Betania, así como otras muchas como los comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino. Ahora el padre Jesús Martí Ballester decidió emprender una biografía del Papa Pacelli, de Pio XII, y se ha venido publicando en Betania en una serie llamada “Apuntes para una Biografía de Pio XII”, que, hoy, con un capítulo doble entra en su entrega número 13. Pero, por el medio, la renuncia de Benedicto XVI, impulsa a Martí Ballester a escribir un amplio y bello razonamiento de causas y condiciones de su nuevo trabajo, que, sin duda, tiene toda la factura de un futuro prólogo. Nos parece que todo ello es de una importancia mayúscula y de mucho interés para nuestros lectores. En cualquiera de los casos no queremos pasar ni un minuto más para agradecer a don Jesús Martí Ballester su esfuerzo personal y su repetida y ampliada confianza en Betania.

1.- A un Papa nuevo voy ofrecer un libro nuevo
Por Jesús Martí Ballester
En el principio me pareció muy útil el trabajo. Se trataba de poner en luz a un Pontífice de la Iglesia, que con su enorme autoridad consiguió poderla gobernar y lo consiguió porque tuvo cerradas todas las puertas e incluso las ventanas, pero no pudo impedir al más mínimo soplo que entrase por una de tantas rendijas en la Iglesia, el humo de Satanás. Y son tantas…El Concilio del Beato Juan XXIII abrió no sólo las ventanas sino dejó abiertas las puertas y ya no fue el humo de Satanás, sino “tuta Chiesa e inficionada” que provocó el llanto de Pablo VI. La Iglesia entera se había infectado con las ventanas abiertas y las puertas abiertas de par en par “etiam spalancate”, del Beato Juan Pablo II Magno. Yo venía entrenado en el estudio de aquel otro supremo pontífice, que me permitieron escribir con dos libros sobre él: titulados Juan Pablo II, “Luchador de raza” 1 y 2 volúmenes. Y había salido airoso en el intento. El primer tomo ha sido recensionado en estas páginas por el Director de Betania, Ángel Gómez Escorial con unos auspicios tan halagadores, como es su proverbial y estimulante cordialidad.

GEORGE WEIGEL

No me había superado la tarea, pero aquella era más homogénea. En estas estaba cuando me llega un artículo de George Weigel que habla de la necesidad de la Iglesia, de que: «Se necesita un Papa capaz de soportar las heridas sin ser destruido por ellas» El escritor y politólogo estadounidense George Weigel es uno de los intelectuales católicos más reconocidos en todo el mundo. Autor del bestseller sobre la vida de Juan Pablo II "Testigo de esperanza" y de obras como "El coraje de ser católico" o "La elección de Dios: Benedicto XVI y el futuro de la Iglesia Católica" donde predecía un mundo de profundos cambios, y afronta el horizonte del nuevo papado y explica cuáles son las claves del futuro de la Iglesia. Dice que en una reciente entrevista al National Catholic Register, reflexiona sobre la renuncia de Benedicto XVI y el significado de su gesto para la Iglesia del siglo XXI: “Benedicto XVI no ha renunciado a la silla de Pedro porque no pudiera soportarlo más. Ha renunciado porque juzgó, en conciencia, que no podía dar a la Iglesia el liderazgo que esta necesitaba y merecía, debido a la mengua de sus fuerzas. Eso es un acto de abajamiento y humildad, no una concesión al agotamiento”. La idea de su renuncia le ha llegado de Dios, como ha manifestado con verdad y entereza él tan radical de la verdad de quien se hizo cooperador de ella.
A continuación traza el perfil espiritual del nuevo Papa: “Si de un papa se espera, durante la mayor parte de su pontificado, que esté presente para la Iglesia de todo el mundo, entonces quizá lo mejor es comenzar un pontificado con un hombre que sea físicamente vigoroso para poder enfrentarse a esta enorme carga. Pero creo que la cuestión más profunda aquí no es la “programación”, sino la carga espiritual del papado. Asegura que los Papas saben demasiado de los dolores del mundo, tanto en el macrocosmos como en el microcosmos. Se necesita un hombre de gran fuerza espiritual para soportar esas heridas sin ser destruido por ellas”.
Y señala los aspectos que son deseables en el Papa que venga: "Al llevar la carga física y espiritual, también se necesita un hombre que sepa cómo juzgar a las personas, para obtener la ayuda adecuada, delegar la responsabilidad y renovar sus propios recursos intelectuales y espirituales. Esto último funcionará de modo diferente según los papas.", afirma el escritor. Según Weigel, la disposición adecuada para un candidato digno sería una doctrina radical y la profunda amistad con Jesucristo, demostrada en la apertura a la voluntad de Dios y se complementa con un conocimiento muy agudo de sus fortalezas y debilidades. "confiada y recia ortodoxia y humildad” (y, si es posible, el buen humor)".

EL CANDIDATO ADECUADO

El candidato adecuado debe poseer el "don de la cooperación con Dios", una capacidad que explica así: "un hombre de apertura instintiva de la presencia divina, una sintonía instintiva a lo que Dios quiere de mí ahora, y el coraje de seguirle a donde quiera que Dios le envíe, como el Señor le dijo a Pedro tras hacer la triple profesión de amor". Trabajar en la reconversión de un Occidente “espiritualmente aburrido”. El próximo Papa "debe tener una fuerte experiencia personal de la Iglesia mundial, una amplia gama de amistades entre la gente de la Iglesia en todo el mundo y una extensa capacidad de lectura. En el trato con el Occidente post-cristiano, por ejemplo, sería importante para un futuro Papa que haya demostrado su capacidad para responder a los desafíos del secularismo agresivo a fin de crear espacios para la propuesta católica. Tiene que tener presente que un Papa que no sea un feliz trabajador en las batallas de la cultura tendrá un grave obstáculo en su misión evangélica en el mundo del Atlántico Norte”.
Sostiene Weigel que la nacionalidad del próximo Papa es irrelevante y se muestra optimista a la hora de pensar en un posible Papa no europeo, incluso norteamericano. "El mundo ha cambiado, América ha cambiado y también lo han hecho las posibilidades de un Papa que llegue desde la más vital y vibrante parte de la Iglesia en el mundo desarrollado", asegura. Y pone un ejemplo, recordando la figura del Papa que vino de Polonia: "Juan Pablo II fue un factor crucial en la revolución de 1989 en Europa Central y del Este. Sin embargo, su apertura a otras nacionalidades y culturas fue un factor más decisivo en su capacidad de ser un padre para el mundo entero -si bien es cierto que aprendió a ser un sacerdote "padre" con sus jóvenes amigos.

EL PELIGRO DE UNA CURIA DE "ARRIBISTAS"

A la pregunta de si la reforma de la Curia se estancó en el pontificado de Benedicto XVI, impidiendo el impacto necesario, y de si sería necesaria una nueva reforma, Weigel responde: "Toda la estructura tiene que ser reevaluada. Pero lo primero que hace falta es un cambio de actitud y comprensión. La Curia no puede estar dominada por arribistas.
Termina Weigel trazando el perfil del hombre por el cual todos los católicos debemos rezar: "Un hombre cuyo discipulado sea tan transparente que sea capaz, simplemente por ser él mismo, de hacer más profunda la fe de sus hermanos y de invitar a otros a ser amigos de Jesucristo; que sea la respuesta a esa pregunta que supone cada vida humana".
VÉRTIGO DEL PONTIFICADO DE PIO XII
El estudio de Pio XII me produce vértigo. No era un exagerado él cuando se escapó en pleno cónclave huyendo de la capilla Sixtina que le había elegido Papa en un gesto inaudito. Se trataba de escapar de una tarea azarosísima. Pese a sus cualidades de diplomático mayúsculo avizoraba que se quedaría corto. ¿Podía él abrir el horizonte de los años? Dos guerras mundiales casi simultáneas. Ataque a Polonia, Francia y Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña, Italia y Rusia y las naciones intermedias… y Japón, cuyo final en Pearl Harbor finalizará la guerra ¿Cómo podrá sembrar la paz en todo el orbe? ¿El Reino de Cristo entre toda la algarabía de los errores y herejías? Y sobre todo, el infierno bramando. Pio XII llegó a exorcizar a Hitler en su capilla papal, reunido con las monjas de su servicio, porque tenía la convicción de que estaba endemoniado. Eso entreveía Pío XII… ¿y yo en mi pobre estudio podré enhebrar todos los cabos, estudiar todas las situaciones, encontrar la luz donde tantas tinieblas la ciegan? ¡Veni, Sancte Spiritus! Parece que el Señor me ha ido iluminando en el transcurrir de los días y vamos avanzando y dando por terminado lo que parecía un sueño infantil.

JUAN MANUEL DE PRADA VIENE EN MI AUXILIO

Pero, ¿qué tendría que hacer el Papa que saldrá del próximo cónclave, a la luz de los puntos de crisis que se ha tratado de indicar? Nosotros no somos Hans Küng que, desde hace décadas se ha nominado anti-papa y que, en una entrevista durante estos días, rayaba lo grotesco: alababa la renovación de la Iglesia, quería que los ancianos desaparecieran del mapa, decía que su colega Ratzinger había esperado demasiado para irse. No recordaba al lector que, sin embargo, con sus 85 años, es coetáneo de Benedicto XVI (apenas unos pocos meses menos), y aun así no parece querer dejar los encargos adquiridos. «¿Qué espera del próximo Cónclave?». Respuesta que, por desgracia, suena así: «El Cónclave podrá dar un impulso sólo si los cardenales aceptasen el análisis expuesto en mi libro Salvemos la Iglesia».
Porque, como ya se sabe, en una perspectiva de fe es el Espíritu Santo quien inspira a los electores en la Sixtina, y el Paráclito tendrá que darse prisa: es necesario hacerse con dicho libro y estudiárselo bien para encauzar a los cardenales no como Dios manda, sino como el profesor Küng manda. El Espíritu, en el Cónclave, no es más que un transmisor del Mensaje redentor, el que está sobre las mesas de bronce, con incisiones en caracteres góticos, de Salvemos la Iglesia, escrito por aquel a quien le fue prohibido llamarse «teólogo católico».
“Mi programa es no tener programas”. Analizando las cosas con menos seriedad, nosotros creemos que la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, Su propiedad exclusiva, está ya salvada, sin necesidad de nuestros análisis y nuestros libros que, más bien, corren el riesgo de almidonar la abundancia de vida del Evangelio en un esquema ideológico muerto. «Mi programa es no tener programas», dijo Benedicto XVI en su discurso de inicio del Pontificado en su Cátedra de san Juan de Letrán, su Catedral..
Si es lícito, sin embargo, un auspicio, es el de que el Papa que saldrá del próximo Cónclave asuma como prioritario un compromiso. Aquel que me resumió, en una entrevista que hizo mucho ruido que tuvo mucho eco, Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos del siglo pasado, que no llegó a cardenal por su improvisada muerte, que le impidió recibir el capelo. Me dijo: «Tout d’abord, il faut remettre le christianisme debout», por encima de todo, es necesario poner el cristianismo en pie. Es decir, es necesario, volver a ponerlo derecho sobre la base en la roca de la fe: una fe firme, como fuente originaria y primaria, de la que todo derive. De este modo, continua con el trabajo de quien deja ahora el pontificado.
En efecto, la herencia más significativa que Benedicto XVI nos deja es la del Año de la fe, para el que nos ha dado también el texto de referencia: aquellos tres libros, aparentemente divulgativos, en realidad calibrados palabra por palabra, fruto de una vida entera de reflexión, que nos muestran como Jesús es el protagonista de una historia verdadera, no de un oscuro mito judaico-helenístico. Como docente primero y después obispo, más tarde como Prefecto de la Doctrina de la Fe, y finalmente como Papa, Joseph Ratzinger ha querido siempre y solamente darnos testimonio de que tomar en serio los Evangelios, apostar nuestra vida y nuestra muerte a su autenticidad es todavía posible, no es ingenuidad o carencia de información. Creer que Jesús es realmente Cristo puede hacerlo también el especialista más informado, más astuto (como Ratzinger) en cuanto a la exégesis y a la teología más reciente. En definitiva, para decirlo rápidamente: confirmar al pueblo de Dios que le chrétien n’est pas un crétin (el cristiano no es un cretino, N. de la T.). Ha escrito en el texto con el que convocó el Año de la fe: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común».
Pues bien —aún convencidos de que la decisión de la Sixtina será de todos modos la mejor si los venerados electores se consideran sólo los instrumentos de Alguien que está por encima de ellos—, nuestro auspicio es para un Papa consciente de que la Iglesia no tiene más que un problema: confirmarse y confirmarnos en la fe, volver a recitar el Credo con convicción, reforzar (también con el redescubrimiento de una apologética adecuada) las razones para creer.
El resto surgirá por sí mismo y muchos puntos de conflicto se desharán. La única y verdadera crisis eclesial ha consistido, en estos decenios, en el debilitamiento de la certeza en la Esperanza que el Evangelio nos anuncia. El Papa Ratzinger era bien consciente, igual que lo era el Papa Wojtyla. La esperanza es que su Sucesor, sea quien sea, esté igualmente convencido de ello.

2.- Apuntes para una biografía de Pio XII (13)
Por Jesús Martí Ballester

1.- LA CIUDAD MISTICA DEL VATICANO
Hasta el presente día la gloria temporal del Vaticano ha mantenido su trayectoria universal. Aunque sea, geográficamente, el Estado soberano más pequeño de la Tierra, con una superficie de unos 2 km, más o menos, su comunidad católica de casi 1.196 millones de fieles a la fecha, extendida por el mundo entero, es mayor que las poblaciones juntas de los Estados Unidos y la Rusia soviética. El Vaticano no tiene Ejército, pero su pintoresca Guardia Suiza porta armas y patrulla permanentemente por el territorio papal.
Tal como los orígenes de la propia Iglesia, el comienzo de Pascualina en el Vaticano fue cualquier cosa menos propicio. Aunque hubiese regido durante años las fastuosas residencias de Pacelli en Múnich y Berlín, una función muy aventajada para una monja, fue lo bastante realista para comprender que no se le confiaría un puesto de tanta autoridad en el Vaticano.
A decir verdad se creyó muy afortunada con poder ser una sirvienta sencilla, humilde, en el palacio papal. La monja se hizo cargo también de que debería permanecer en el Vaticano sin violentar a Pacelli, y alojarse con los sirvientes a espaldas del palacio y con varias plantas de distancias entre ella y su querido prelado “para evitar impresiones erróneas que pudiesen suscitar habladurías”, como lo expresaría más adelante.
Mientras los grandes y poderosos de la Iglesia iban y venían, ella permanecía en el fogón durante horas, cocinando o desmenuzando y mezclando alimentos. Cuando no estaba atareada en la cocina, Pascualina se retiraba a su minúsculo aposento para meditar u orar. Pío XI era un anfitrión tan pródigo como fuera Pacelli en la Nunciatura de Berlín, pero aquí la monja no tenía el cometido de servir a los invitados ni representaba el menor papel en los usos de hospitalidad, como en la residencia alemana.
Cuantas más semanas transcurrieron tanto más decepcionó el Papado a la monja, para quien la religión significaba compasión sencillez y amor. Lo vio como un mundo extraño de hombres con valores temporales pavoneándose por todas partes con sus esplendorosos ropajes. La santa Sede y la jerarquía le parecieron ajenas a su vida de pobreza, castidad y obediencia, vida evangélica.
Para una persona cuya memoria mantenía vivo el recuerdo de la penosa vida campesina, el Vaticano pareció templo de oro macizo más bien que de Cristo. “No es extraño –pensaba Pascualina al cabo de los primeros días-, que Mussolini se haya aliado con un socio semejante al parecer.”

FRIALDAD DELIBERADA

Los prelados residentes en el Palacio le mostraban una frialdad deliberada para hacerle ver que debía guardar las distancias. Esos aires de superioridad resultaban ultrajantes, pero Pascualina, como monja bien adiestrada, los aceptaba sumisa y valerosamente. Allí no había sonrisas leves, ni saludos amigables, ni la menor muestra de calor humano… por ninguna de las dos partes.
Apenas había un momento en que no sintiera serios recelos. El Vaticano era un mundo compacto de supremacía y prejuicios masculinos, y Pascualina se preguntaba cavilosa si se la llegaría a tolerar algún día. Por otra parte, ¿le sería posible soportar una sociedad de sacerdotes y prelados?. Sus temores parecían tener fundamento, pues un día, transcurridas pocas semanas desde su llegada, Pascualina se ausentó un momento de la cocina palatina para contemplar una obra maestra de Rafael, expuesta en un corredor cercano y muy tranquilo. Pero acertó a pasar por allí un grupo de cardenales cuyos rostros estupefactos ante el escandaloso espectáculo de una monja vagando tranquilamente por el Palacio, la hicieron salir corriendo a buscar refugio. Por aquellos días, Pacelli le aportaba escaso consuelo. Como Secretario de Estado, el prelado cuidaba con suma meticulosidad su imagen pura y sublime, de modo que se distanciaba cuanto podía de Pascualina. ¿Era Spellman, el fiable amigo donde ella comprobaba que estaba a todas luces fuera de lugar?
Sus temores parecían tener fundamento, pues un día, transcurridas pocas semanas desde su llegada, Pascualina. Era Spellman, el fiable amigo yanqui de ambos, quien velaba por su comodidad. Spellman parecía ser el remedio justo para Pascualina en aquel dificultoso período. El sacerdote bostoniano había introducido una nota nueva, típicamente americana, en las actividades rutinarias de la Curia.
Según su biógrafo, el padre Robert I. Gannon, S. J., “los hombres recluidos entre las vetustas paredes del Vaticano no estaban habituados a las insólitas y electrizantes cualidades de aquel joven sacerdote del Nuevo Mundo, pero se sentían cada vez más interesados por lo que veían. Su celo, esmero y competencia, su encantadora sociabilidad, le habían ganado el favor de los Eminentes”.

APRECIABAN A SPELLMAN

El mundo eclesial de Spellman se animaba sin cesar. Todos le apreciaban cada vez más en privado, particularmente el Papa Pio XI y Monseñor Pacelli. Sin embargo, él tenía la sabiduría de no aprovechar esa imagen suya en trayectoria ascendente. “No era agresivo ni atrevido, esperaba a que se le preguntase –apuntó también el padre Gannon-. Pero cuando le preguntaban, exponía su opinión con franqueza y sentido común. Abría la boca en el momento justo.”
Aunque fuera Spellman quien distrajese a Pascualina con sus breves conversaciones celebradas varias veces por semana ella anhelaba estar con Pacelli. Algunas veces veía pasar al Secretario de Estado, quien marchaba presuroso para alguna conferencia con el Santo Padre. Entonces solía levantar la mano y esbozar una fugaz bendición en dirección de la monja. Ese saludo del gran Prelado era suficiente para alentar a Pascualina, haciéndole saber que la recordaba todavía y oraba por ella, suficiente para hacerla esperar pacientemente la hora propicia.
Muchos años después Pascualina lo comentaría con la mirada perdida en la distancia:
-Pacelli era un hombre sabio y no permitía que los asuntos insignificantes se interpusieran en el camino de lo importante. A mí me cabía la responsabilidad de ser importante para él; ayudarle a alcanzar sus objetivos, fueran los que fuesen los sacrificios por mi parte.


2.- LA OFICINA DE PRENSA DEL VATICANO

Desde el principio, Spellman advirtió el talento y sentido común de la monja. Así, pues, sugirió a Pacelli que pasase menos tiempo pelando patatas y más ante la máquina de escribir y la multicopista. Porque, según recomendó al prelado, las facultades de Pascualina podían rendir mucho provecho en las oficinas de la Curia.
Por aquellas fechas el americano tenía a su cargo el gabinete de prensa del Vaticano e intuía que ella sería una aportación valiosa para su departamento. Spellman sabía cuán anticuado era todo el sistema desde que puso pie en aquella oficina de relaciones públicas seis años antes. “No había profesionales –dijo a Pascualina-. Él había llegado de Estados Unidos. En Europa, aún en Roma, tan sólo algunos sacerdotes gruñones y viejos quienes aleccionaban a los periodistas y les exigían que escribieran únicamente cosas buenas sobre la Iglesia.” Por añadidura, el clero quería hacer pasar todo por la censura, incluso esas cosas buenas.
Históricamente, el Vaticano se había mantenido siempre a una distancia muy prudente de la prensa. Sólo un puñado de periodistas fiables, bajo el control riguroso de la burocracia vaticana, tenían acceso a las noticias eclesiales. Se mandaban cumplir unas directrices estrictas. Todo cuanto tuviera interés para la Prensa –antes de la llegada de Spellman- quedaba sometido a la censura de la Curia.
Los corresponsales extranjeros se habían visto obligados a trabajar con material de segunda mano hojeando y explorando el L`Osservatore Romano, cuyas noticias eran cualquier cosa menos reveladoras e interesantes. Spellman había observado que se destinaba mucha información cuyo contenido podría ser de utilidad para el Vaticano. El joven sacerdote, recién llegado al servicio vaticano, pensaba que el Vaticano requería indispensablemente una oficina profesional de relaciones con la prensa. Por añadidura se proponía dirigirla. Y la dirigió.
Cuando se presentó la oportunidad, Spellman propuso varios cambios en el sistema por cuyo medio se difundirían las noticias vaticanas. Ninguno fue drástico, porque el sacerdote tenía la suficiente habilidad política para no escandalizar a sus superiores. Haciendo valer sus años como columnista y editor del Washington Post y su experiencia presente como redactor juvenil del Brockton Enterprise y el Whiteman Times, Spellman había convencido a sus superiores de que la Brockton Enterprise le permitieran escribir artículos. En su nuevo trabajo traducía a varios idiomas fragmentos de información sobre la Curia –noticias que él cribaba meticulosamente -, y hacía copias con una anticuada multicopista. Aunque las noticias vaticanas fuesen todavía bastante insípidas, los corresponsales extranjeros destacados en la Ciudad Eterna hacia mediados de los años 20, se asombraban de que un sacerdote escribiera artículos e hiciera él mismo las copias.
Spellman aseguró a Pascualina que ella no estaría fuera de lugar, como monja, en su oficina de la Curia, cuartel general para las tres ramas del gobierno eclesial: la ejecutiva, la legislativa y la judicial. La Curia Romana, título oficial de la burocracia eclesiástica, estaba a un paso del Palacio Papal, donde moraba el Papa como autoridad suprema, y donde se reunía el Sacro Colegio Cardenalicio, como un llamado Senado papal con mucha más ceremonia espectacular que poder.
Los burócratas de la Curia –sacerdotes, monjas y seglares- funcionaban como los ejecutivos y trabajadores de una gran corporación americana, cumpliendo las órdenes superiores.

PASCUALINA PERIODISTA

En su caso, Pascualina podía resultar especialmente beneficiada, pues el jefe absoluto a cargo de toda la Curia era el Cardenal Secretario de Estado, Pacelli. Nadie conocía como Pacelli el gran talento de la monja para hacer las cosas con rapidez y destreza, de modo que no fue difícil convencerle. Quien requirió más argumentos persuasivos fue la propia Pascualina.
-Pero, ¡si no sé escribir a máquina y jamás he trabajado en una oficina! –dijo a Spellman.
-Yo le enseñaré -replicó él.
Ambos se conocían lo suficiente para reír y bromear sobre la cuestión. Aun estando convencida de que él no le crearía nunca situaciones embarazosas, Pascualina sentía todavía serias dudas.
Todo el mundo sabía que había sido regidora en la residencia de Pacelli en Múnich. Por tanto se preguntaba cómo tomarían los burócratas sacerdotes y monjas su posición privilegiada. Finalmente, aceptó el desafío, pero con grandes reservas, temiendo ser denigrada, y por ende, causar problemas al Secretario de Estado.
Hacia fines de aquella primavera, Pascualina sintió que se atenuaban las presiones, y sus escrúpulos se redujeron considerablemente. Por entonces era auxiliar de Spellman en el gabinete de prensa, cada vez más amplio, lejos de las habladurías y haciendo un trabajo que la satisfacía. Alternando con los quehaceres de palacio, cocina y limpieza, corría desalada a su mesa en la Curia y con manos oliendo frecuentemente a cebolla, mecanografiaba artículos, cortaba clisés, hacía copias impecables en la multicopista para L´Osservatore Romano y los corresponsales extranjeros que se arreciaban allí cada día en espera de noticias.
Cierta vez Pascualina dijo a Spellman:
-Me quedé pasmada cuando Su Eminencia (Pacelli) se presentó inesperadamente un día y me dijo: “¡bravo!”, al sorprenderme distribuyendo noticias de prensa y café entre los periodistas.
Aunque se sintiera a sus anchas en la oficina de Spellman, seguía notando actitudes frías y distantes en los departamentos contiguos. El clero de la pretenciosa Curia seguía tratando a la monja con mucha más frialdad que el del Palacio Papal, rodeado de pompa y ricos damascos carmesíes. El personal de cocina en el palacio se desvivía por hacerla sentirse apreciada, mientras que los cínicos y reservados clérigos italianos de la burocracia mantenían las distancias. Casi todos los sacerdotes se habían comportado desde el principio como si apenas conocieran su existencia. Todo cuanto podía esperar ella de aquellos prelados y clérigos tan repulidos y altivos era una leve inclinación de cabeza.
Spellman le había advertido que hablara lo menos posible con ellos. “El silencio respecto a los asuntos tratados en la Santa Oficina (Curia), es el primer requisito”, le insinuó una vez el sacerdote, mientras señalaba un gran pez disecado que colgaba de la pared sobre su mesa y tenía un rótulo donde se leía:

“SI HUBIESE TENIDO CERRADA LA BOCA NO ESTARÍA AQUÍ”:

El rostro benigno y sonrosado de Spellman empezó a gesticular; evidentemente le hizo gracia su propia ironía. Pero la monja no comprendió ese regocijo, más bien pareció perturbarle la idea de que él la creyera tan cándida.
-Si el clero fuese tan comedido con su lengua como lo son las buenas hermanas de su Congregación –replicó un poco indignada-, este mundo nuestro sería mejor.
Y agregó que una de las reglas primarias e implícitas de su Orden era observar todo y no repetir nada. Pese a las peculiaridades del Vaticano y no obstante su educación religiosa y dedicación a una vida santa de humildad y pobreza, la monja se fue interesando por el nuevo mundo, el mundo de la política eclesial y el equilibrio del poder según lo concebía la Curia para su transferencia a las naciones de la Tierra.
Su profundo conocimiento de la naturaleza humana y su perfecto dominio del idioma italiano la ayudaron considerablemente a derribar pronto las frías barreras de la Curia. Aun siendo tan dificultoso el clero romano de la autosuficiente burocracia, Pascualina se las arregló para aplacar las envidias personales y apaciguar ingeniosamente los nervios destemplados. A menudo se ofreció voluntaria para concluir el trabajo de tal o cual sacerdote que se sintiera momentáneamente demasiado fatigado o perezoso. Su proceder perspicaz y hábil hizo maravillas en poco tiempo.
Spellman apreció el ingenio y el tacto de la monja, cualidades que él mismo ejercitó con notable beneficio a lo largo de su vida. Cierta vez dijo: -Nadie puede disgustarse porque alguien le ayude a copiar fastidiosas órdenes, mecanografiar instrucciones triviales, corregir discursos insulsos, traducir encíclicas inacabables y otros documentos.
Mientras muchos de los clérigos empezaban a suavizarse e incluso recababan ayuda de Pascualina, otros se envararon aún más ante su presencia. La monja sintió el aguijonazo de la envidia por parte de quienes dormían la siesta, como hacían casi todos los romanos, mientras ella continuaba trabajando y derrochando energía en las tareas culinarias y las oficinescas de la Curia, consideradas a menudo por meras trivialidades. Unos pocos expresaron desagrado simplemente porque se rumoreaba que Pascualina era la niña mimada de Pacelli.


 "Ideas del hombre y más .......".

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