Spirou fait de la résistance... sous le manteau!
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C'est un peu LE canular de cette rentrée BD. Dans le sillage du 75eme
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viennent ...
dimanche 3 janvier 2010
F,P,D Univers. REPORTAJE Con diez 'martinis' por banda
JESÚS RODRÍGUEZ 03/01/2010
El crucero más grande del mundo reúne la oferta de ocio de un gran hotel de vacaciones, de un centro comercial y de un parque temático . Y además flota. Un loco viaje de pan y circo por aguas del Caribe a bordo del ?Oasis of the Seas? al más puro estilo americano.
Golpean nuestros tímpanos los trinos de un violín mientras ascendemos por un tubo opaco y angosto como el finger de un avión. Nos introduce en un centro comercial donde huele a comida rápida y por el que vagan centenares de personas con gorra de béisbol, polo y pantalón corto. Estrenan deportivas estableciendo una muda competición entre los adictos a New Balance, los partidarios de Nike y los seguidores de Reebok. Unos mecen en su regazo una copa de espumoso. Algún valiente se chapuza en el primer dry martini. Varios pasajeros circulan a toda velocidad en triciclo eléctrico, unos por viejos, otros por sobrepeso, sin respetar al peatón recién embarcado. Lionel Roy, de 94 años, héroe de la II Guerra Mundial, con su visera engalanada con el Corazón Púrpura y la Estrella de Plata, no renuncia a su silla de ruedas: "Es más segura". Hay niños hiperactivos con pulseras fosforescentes que encierran su identidad en códigos de barras. Un tipo enorme y colorado vestido de vikingo agita una jarra de cerveza mientras da la bienvenida. Una pareja de gays tejanos con barbas hasta el esternón hace amigos. El matrimonio Pnang, originario de Filipinas, llega ataviado de Fiebre del sábado noche: ella, de burbuja del cava; él, con pantalones de campana y camisa con chorreras. Serán las estrellas de la noche.
Doce de la mañana. Estamos en el barco. Y aún no lo hemos visto. Ni siquiera intuido. Es tan grande que nunca tienes conciencia de él. De lejos, en el horizonte, desde la autopista, hemos contemplado sus cubiertas sobresaliendo entre las grúas y las factorías del puerto Everglades, a las afueras de Miami, como un edificio-colmena de apartamentos acristalados. De cerca, nos damos con el casco: un muro inabarcable, blanco, liso, brillante, de 65 metros de altura, que se extiende en forma de arco a lo largo de 360 metros. Es imposible divisar a un tiempo la proa y la popa. Estamos en el barco, pero no vemos el barco.
Es el crucero de vacaciones más grande del mundo. Y se inaugura hoy. Un centenar de suites con piano de cola. 2.700 camarotes dobles. Más de 5.000 pasajeros; 2.322 tripulantes. Se llama Oasis of the Seas. Lo podrían haber bautizado Esponja de los Mares, por su capacidad de absorción. O Caja Registradora de los Mares, porque aquí todo se compra y se vende libre de impuestos (botellas de vodka, diamantes, camisetas, donuts de chocolate, botellas de Borgoña de 7.000 euros, cursos de submarinismo, tratamientos de belleza), con el dinero de plástico de la naviera Royal Caribbean. El Oasis es una coctelera de acero en la que se combinan los servicios de un macrohotel de vacaciones, las ofertas de una gran superficie comercial y las posibilidades de ocio de un parque temático. Sin complejos; al más puro estilo americano. El 75% de su pasaje. Tiene cincuenta bares y restaurantes, una decena de pistas de baile y diez jacuzzis y piscinas para hacer surf; montañas que escalar y una cancha de baloncesto y una pista de hielo y un campo de minigolf; discotecas para adolescentes y talleres para que los niños y ancianos enfilen collares con macarrones. Un casino amenizado con espectáculos de Las Vegas; un teatro con musicales de Broadway y un sobreactuado ballet acuático; un spa donde chutarse bótox y un club de encuentros. Es una residencia de ancianos, un ameno jardín de infancia y un tálamo nupcial de luna de miel. Incorpora los sistemas de navegación de un navío de guerra, la seguridad tecnológica de un avión comercial y los sheriffs de una ciudad media americana que te enchironan si bebes más de lo previsto o molestas a las pasajeras más de lo debido. 1.000 camareros y 1.000 limpiadores atienden tus deseos. 1.300 cámaras controlan tus movimientos. Pesa 220.000 toneladas. El triple que un portaviones nuclear. Y flota.
La publicidad dice que viajar en el Oasis no es simplemente viajar; es "una Experiencia". Lo primero ha sido la Terminal 18. El irreal edificio de bienvenida con la superficie de tres campos de fútbol en tonos turquesa y murales marinos ("inspirados en los tonos del océano") donde 90 empleadas en 90 escuetos mostradores nos solicitan sin perder la sonrisa la tarjeta de crédito; retratan y hacen entrega del SeaPass: llave del camarote, dni y único medio de pago a bordo. Luego pasas el control de armas. Están prohibidas. (Menos mal). La operación es rápida. Royal Caribbean ha levantado este gigantesco espacio de acero y cristal a medida de su nuevo buque, el más grande jamás construido. "Cuando tienes un barco tan grande como el Oasis, la cuestión es", explica uno de los dos capitanes, Hernán Zini, un argentino de 42 años con la altura y la fisonomía de un noruego, "tener instalaciones portuarias capaces de manejar con comodidad un número tan elevado de personas en poco tiempo. Gracias a esta terminal, 5.000 personas abandonan el barco mientras otras 5.000 embarcan. El Oasis no puede parar. La clave del negocio es la rotación del pasaje. Atracamos a las siete de la mañana en Miami y zarpamos a primera hora de la tarde con nuevos pasajeros. Y para que fluya se necesitan instalaciones y coordinación. No podemos ir a cualquier puerto. No cabemos".
Se desliza melancólica por los altavoces de la cubierta cinco del crucero Scarborough Fair (Simon y Garfunkel, 1965). Cada minuto a bordo del Oasis tiene su melodía. La música no cesa. La hay enlatada y en directo. Hay una banda de jazz, otra de pop, otra de aires tropicales; un guitarrista clásico, un gaitero, un violinista. Y un karaoke donde Leonard, de Illinois, 140 kilos en canal, entona con gran aceptación popular Always on my mind (Willie Nelson, 1982). El barco cuenta con 17 pisos (en realidad 16, el 13 no existe, confesando una debilidad supersticiosa que escama al pasajero). Una treintena de ascensores transparentes ordena el tráfico vertical. El horizontal es largo y tedioso a través de monótonos pasillos franqueados por camarotes. Subir escaleras es el mejor ejercicio para conjurar los excesos calóricos del gratis total. Según Marc Pedrol, director de comunicación de la compañía, los pasajeros engordan en cada singladura tres kilos. Para combatirlos, el Oasis cuenta con un gimnasio y una pista de jogging de medio kilómetro (siempre desierta). "Una vuelta más de multa por el postre de anoche", figura pintado a lo largo del recorrido. Consejo en vano.
La decoración del barco es una simbiosis entre el gusto americano y el oriental. Dallas y Shanghai. Prefabricado, relamido y brillante. Flores, absurdas obras de arte y mucho cristal. Un inmenso decorado de cartón piedra: las baldosas no son baldosas, ni la madera, madera. Golpeas los muros y te devuelven un eco hueco. Todo tapizado por 90.000 metros cuadrados de moqueta verdosa. Flota cierto aroma a sintético.
Orientarse es complicado. Nunca sabes si estás delante o detrás; arriba o abajo. Ni en qué día vives. A ello contribuye un ligero mareo que ayuda a perder la noción del tiempo. Y el consumo de alcohol. La pista para situarse es que las piscinas están en la cubierta superior. No hay pérdida. Horas antes de levar anclas ya están abarrotadas. Los pasajeros llevan horas comiendo y bebiendo. Un grupo de caribeños con camisas hawaianas ataca Is this love? (Bob Marley, 1978). Hay cócteles con sombrilla. Carritos con cervezas de todas las nacionalidades sumergidas en hielo picado. Bármanes como Tom Cruise. Perritos con ketchup. Toallas, gorras, vasos y bolsas con el logotipo de la naviera. El mismo que brilla en lo más alto de la chimenea y en la puerta de la capilla sin dios. Gafas de sol y trajes de baño recatados. Alguna latina escapa a la norma. El top less está prohibido. Pasean por las orillas de las piscinas, que rebosan tipos con la edad y el aspecto de Robert Redford y Morgan Freeman y Paul Auster; una doble de Diane Keaton con aire de bohemia neoyorquina y una émula de Pamela Anderson con el pecho apenas embutido en un biquini publicitario de cerveza Corona. Su novio desafía a cada varón con que se cruza. El precio del reloj revela el estatus de los pasajeros aun en traje de baño. Abunda el Rólex. Se olfatean efluvios de cloro, alcohol y bronceador. Hay rincones para fumar frente al mar. Brama la sirena como una explosión. Zarpa el reino de la diversión. Una avioneta corta el cielo y arrastra machacona una zigzagueante pancarta: "¡Welcome aboard!". Clamor.
Es la apoteosis. El viaje inaugural del crucero más grande. Atruena Can't stop the music (Village People, 1980). El pasaje se agolpa en las barandillas. Bebe y baila. Saluda con los brazos a las cámaras y los curiosos apostados allá abajo, en los muelles. Somos los escogidos. Sheminka y Felicia, bellísimas veinteañeras afroamericanas de Alabama con vestidos floreados, ondulan a lo Beyoncé. Miami queda atrás. Cae la noche. El aire se hace húmedo, cálido y pesado. Navegamos rumbo al Caribe. La cubierta se vacía. El primer turno de cena es a las 18.30. No hay tiempo que perder. "No se vayan a acabar los caracoles", razona el doctor Morrueco, oftalmólogo mexicano y habitual de este tipo de viajes. Ha hecho una veintena con su mujer. Son un público profesional y exigente. Cenar con ellos es someterse a su cuaderno de quejas.
El negocio de los cruceros de vacaciones es reciente. Apenas 40 años. En los viejos tiempos los grandes barcos eran, como describió Dickens, "féretros con ventanas" que unían continentes. Eficaces e incómodos paquebotes diseñados para dominar los siete mares. Tras la última Guerra Mundial se comenzó a popularizar el uso del avión como medio de comunicación entre Europa y América. Supuso la decadencia del transporte naval de viajeros. En las décadas posteriores la aviación se haría con el monopolio. Los herederos del Titanic pasarían al olvido. Sólo los míticos Queen Mary y Queen Elizabeth continuaron surcando el Atlántico equipados de mayordomos con librea, maletas de Vuitton y té de las cinco. A finales de los sesenta nacía Royal Caribbean, una naviera en principio de capital noruego que iba a transformar el sector con sus cruceros de ocio por las aguas del Caribe a bordo de viejos transatlánticos puestos al día. Funcionó. Los americanos se engancharon al invento. No era caro y era seguro; permitía conocer varias ciudades en pocos días, ver espectáculos sin sacar entradas, comprar a espuertas y comer a discreción. "A un pueblo lo define el modo en que pasa sus vacaciones, y a los americanos les encantan los cruceros", reflexiona Reinaldo, un barman filipino, mientras prepara una caipirinha en la cubierta superior donde se desarrolla el concurso Mister piernas bonitas bajo los acordes de Rock Lobster (The B-52's, 1978). El humor de los pasajeros americanos es de colegio mayor. Pero ellos se tronchan.
En el éxito de este nuevo modelo de ocio tuvo mucho que ver en sus comienzos la serie televisiva Vacaciones en el mar con su estética hortera y alusiones continuas al desenfreno sexual a bordo. Fue una eficaz campaña de marketing. Hoy, 12 millones de estadounidenses viajan cada año en crucero. Y cerca de medio millón de españoles. Primero fueron los solteros, luego, los jubilados; hoy, el objetivo de las navieras son las parejas con niños. La industria ha evolucionado. Estos cruceros ya no compiten con otros cruceros, lo hacen con los complejos hoteleros del todo incluido. Ya no se trata de ir de puerto en puerto, sino de pasar mucho tiempo navegando. Y que el público gaste. Que los pasajeros llenen cada noche las mesas del casino. Y los caros restaurantes en los que se paga por degustar sushi, tapas o una buena pasta. Es la clave de este negocio: pan y circo.
En 1999, Royal Caribbean, que en los setenta había comenzado a diseñar barcos más confortables y con más oferta de ocio, botó el Voyager of the Seas, con capacidad para 3.000 pasajeros y un atrio interior que lo convertía en un centro comercial flotante. El Voyager, que incorporaba pistas de hielo, skate, baloncesto, golf y escalada y la franquicia de hamburguesas Johny Rockets, era el nuevo símbolo de los cruceros de masas. La naviera comenzaba una carrera para construir barcos cada vez más grandes y con más atracciones. Economía de escala: cuantos más pasajeros transportara un crucero, más barato le salía el viaje a la compañía y más caja hacía. En 2006, Royal Caribbean humillaba en tamaño al venerable Queen Mary 2 con el Freedom of the Seas. El siguiente peldaño es el Oasis of the Seas, que ha costado 1.000 millones de euros y ofrece como reclamo "algo para cada pasajero".
Ese jugoso negocio de la venta a bordo se redondea con la visita del barco a islas privadas propiedad de las navieras: espacios alquilados a los Estados caribeños y blindados a la población de esos países, donde los buques hacen escala. Se trata de la prolongación tropical del parque temático de a bordo. El Oasis atraca 12 horas en Labadee, en un extremo perdido de Haití. Hay policías militares con las camisas empapadas de sudor y viejos revólveres a la cintura y alambradas entre la vegetación. Niños y niñas preadolescentes salen a recibirnos vestidos de almirantes y majorettes. Hay actividades subacuáticas en la playa, langosta a la barbacoa, hamburguesas y lugareños cantando Guantanamera. Corre la cerveza y la artesanía. Unas japonesas se cubren con una sombrilla de encaje. Hace mucho calor. "La compañía no renuncia a un solo dólar de los que esté dispuesto a gastarse cada pasajero en sus vacaciones", explica un miembro de la tripulación. "No tiene sentido parar en un puerto normal y que sean otros los que se lleven el dinero de las bebidas, las propinas y los souvenirs". Partimos. Concluyo que realmente la gran atracción del Oasis es una habitación frente al mar. Me lo confirma el doctor Morrueco, que no ha bajado a tierra: "La mejor isla de un crucero es el barco".
La Cena del capitán es la cumbre social. La entrada del Opus Restaurant, 3.000 comensales, se convierte en la alfombra roja del crucero. Por los ojos de buey se adivina Cuba. El esmoquin y el traje de noche son de rigor. Despliegue de joyas, maquillaje y peluquería. Abunda el rubio inverosímil. Ken, un quinceañero de Nueva Jersey, se debate incómodo en el traje recién estrenado que le ha calzado su padre. Aia, una rica ama de casa de Kioto, estrena quimono: "He ido a todos los cruceros de la Cunard y he cruzado varias veces el mundo y no podía perderme esto. Es una experiencia mística". Jeannette, canadiense de Vancouver, en torno a los cincuenta, corazón solitario de la barra del Viking's Crown, va de Gilda en azul pavo. "Ir de crucero es muy seguro para una chica: sales, bebes, conoces gente y no te pasa nada malo. Es mi noveno viaje". Los fotógrafos del barco hacen su agosto. Los altavoces nos deleitan con It's now or never (Elvis Presley, 1960). La representación española se reduce a los matrimonios de Agustín Masllorens y Natividad Moreno, y Luis Peláez y María Jesús Gómez de Salazar. Elegancia nacional. Ellos, marinos retirados. Los cuatro, adictos a los cruceros. Aparece el capitán Wright, teatral en su frac blanco con galones dorados y su melena plateada de Roger Moore setentero. Sonríe a las cámaras. Hace un gesto elegante. Empieza el desfile de camareros.
Si el Oasis of the Seas es un gran escenario, sus 2.000 tripulantes son el reparto. De la habilidad de cada camarero para escuchar de madrugada a un pasajero depende que se tome otra copa; de la profesionalidad del croupier, que apueste un puñado más de fichas; de la habilidad del chef, que recomiendes este crucero. Los camareros y limpiadores apenas cobran de la compañía. Alguno, 300 euros al mes. Completan su sueldo con las propinas. El director de casting es François Wache, un sofisticado francés de 42 años que tiene la responsabilidad de que todo funcione en el crucero. Es el álter ego del capitán. Si éste reina en el puente, frío, limpio, seguro y racional como un edificio de la Bauhaus, Wache manda en los subterráneos, adonde se llega por otras escaleras, éstas blancas, industriales, sin madera ni dorados. O a través de las cocinas, por donde escapa olor a cuartel.
Decir subterráneo no es una metáfora. Hay tripulantes que nunca ven el mar. Tienen vedada la cubierta. Tampoco pueden bajar a tierra. No tienen visado. Los marineros son filipinos ("duros, disciplinados y aguantan bien la navegación"). El servicio procede de algunas de las minúsculas islas anglófonas del Caribe. Hay gente de 70 nacionalidades. Viven en las plantas in-feriores. En la segunda cubierta, un túnel interminable repleto de mecánicos de mono rojo, marineros de atuendo blanco y camareros de chaleco negro comunica la proa y la popa. No tiene fin. Por aquí se mueve la carga y los servicios. La tripulación lo denomina I-95, en referencia a la autopista Interestatal 95, que comunica toda la costa Este de Estados Unidos a lo largo de 3.101 kilómetros. A los lados están los estrechos camarotes con literas y sin baño de la tripulación. Tienen sus propios comedores, espacios de recreo y una discoteca. Si alguno osara acceder al camarote de un pasajero sería despedido. Samuel Williams, un camarero natural de la isla de Saint Vincent, al norte de Venezuela, recuerda en su barra esta noche de despedida cómo perdió la cabeza por una bilbaína. "Quería llevarme con ella, pero no me atreví. Pienso mucho de ella".
Regresamos a Miami. Este cuento se acabó. Las últimas horas a bordo nos muestran un paisaje desolado de mustios pasajeros rodeados de maletas como refugiados esperando un tren que no llega. La música se ha acabado. Desembarcamos en minutos. Control de inmigración. Cuando nos alejamos en taxi por la Interestatal 95 miro hacia atrás, veo el barco y pienso en los habitantes de su subsuelo. Por la chimenea del Oasis brota un humo muy negro.
"Ideas del hombre y más .......".
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